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Simone Weil una mujer absoluta: mística y revolucionaria

01-Febrero-2009    Atrio

Esta semana se conmemora el nacimiento de Simone Weil. Nació un 3 de Febrero de 1909. El título de este post esta tomado de dos libros, publicados recientemente, dedicados a ella.

Autora de una obra marcada por la exigencia espiritual, el sentido de la justicia y la problemática social.
Desde la redacción de su tesis doctoral, titulada “Ciencia y percepción en Descartes”, desarrolló un pensamiento muy original orientado hacia la búsqueda del bien y la comprensión de los males de la sociedad. Todos sus trabajos epistemiológicos, reunidos bajo el título “Sur la science” (1966), están animados por la voluntad de servir al hombre.

Cuando mística y compromiso social se unen, el resultado es fascinante. Simone Weil, la Virgen Roja según la llamaba despectivamente uno de sus profesores de filosofía, es una de las mentes más lúcidas del siglo XX y una de sus personalidades más extraordinarias. Filósofa y activista comprometida con los marginados, provocó encontradas reacciones entre sus contemporáneos. Trotsky desprecia sus análisis marxistas, mientras que Camus escribe: Desde Marx… el pensamiento político y social no había producido en occidente nada más penetrante y profético.

En vida, el para muchos extravagante comportamiento de Simone eclipsó la profundidad de su obra. Y, sin embargo, en ella vida y obra van inseparablemente unidas porque su voluntad fue siempre la de pensar las circunstancias históricas y asumir los compromisos que éstas exigiesen; pensar, sobre todo, la desgracia, el gran enigma de la vida humana, para conocerla a fondo y poder transformarla. Todo en Simone Weil responde a esta apasionada necesidad de comprender el dolor del mundo participando en él. En este singular compromiso, su trayectoria irá tomando progresivamente tintes menos revolucionarios y más espirituales, en un camino que la llevará desde el estudio de los mecanismos de la opresión social y la participación activa en las luchas sindicales, hasta el encuentro con el cristianismo y el empeño en vivir la compasión hasta extremos difíciles de comprender. Nadie ha acordado de manera más heroica su vida con sus ideas, dice su principal biógrafa, Simone Pétrement. La filósofa morirá durante la Segunda Guerra Mundial, en su exilio londinense, a los 34 años.

Simone Weil mezcla de lucidez y alucinación, es decir, claridad, clarividencia, despejo, y a la vez deslumbramiento, desvarío: luz extraña y extrema, que ahonda y vuelve transparente y a la par saca de órbita y hace que te desvíes, que aclara y ofusca, despeja y apelmaza, radicaliza y a la vez te adhiere a las cosas a las que carga de realidad —“Es bien aquello que da más realidad a los seres y a las cosas, y mal, aquello que se la quita”, dice en sus Cuadernos y en esa antología que es La gravedad y la gracia.

No son pocos los que le han echado en cara a su pensamiento esa oscilación, esa incoherencia y falta de rigor, la continua contradicción de parte de sus afirmaciones y su misma forma de afirmar, la modalidad misma de su certidumbre, esa urdimbre de certezas contradictorias a ninguna de las cuales renuncia. Pero todo ello suena muchas veces a una excusa para quitársela de encima, para sacudirse algo que molesta, que atrae por su excentricidad pero acaba por no estar bien visto en ningún sitio. Demasiado desconcertante. Quien más quien menos, todos —la Iglesia, la izquierda…— han querido integrar su pensamiento o por lo menos lucir su figura como una flor extravagante entre sus filas. Pero no acaba de encajar en ningún sitio y todos concluyen por sacudírsela de encima, desde las ediciones La Pléiade —una especie de desdoro para tan buena compañía— hasta la izquierda —Trotski habló, cómo no, de sus prejuicios pequeño-burgueses y de su vulgar liberalismo aderezado con “una barata exaltación anarquista”— pasando por la Iglesia —el canónigo Moeller, el autor de la imponente obra Literatura del siglo XX y cristianismo, aun sintiendo cierta admiración, la condena, ya ven lo que son las cosas, por su “sexualidad reprimida”. Pero hacen bien, pues otra cosa hubiese sido tener muchas tragaderas con quien manifestó con claridad que ella estaba “al lado de todas las cosas que no tienen cabida en la Iglesia”, que las asociaciones con pretensiones divinas como la Iglesia resultan tal vez más peligrosas “por el simulacro de bien que contienen que por el mal que las ensucia” —pensemos, además y en este sentido, en todas esas ofertas de Patrias y Revoluciones, tecnológicas y globalizadas incluidas, con transferencia de sacralidad realizada—, y con quien, por otro lado, comprendió el profundo fracaso de las revoluciones y vio que “no es la religión, sino la revolución, la que es el opio del pueblo”. Pero tampoco se trata, desde luego, de falta de compromiso, de ligereza o desentendimiento. Nada más lejos para quien se tomó desde un primer momento todo tan a pecho, tan a la tremenda e indagó en cada cosa haciendo de esa indagación carne propia, tiempo de su tiempo vital y penalidad de su peripecia.

Nada, no hay por dónde apresarla por mucho que buena parte de sus excesos existenciales sea de buen ver para nuestra onmicomprensiva sociedad del espectáculo: sus experiencias místicas, su participación durante la Guerra Civil española en la columna Durruti —el único icono de la historia en que un místico lleva un arma, dice J. Jiménez Lozano de una fotografía en que aparece con el mono y el gorro de los anarquistas y el fusil en bandolera—, su colaboración con la resistencia antifascista, su trabajo de obrera manual en las fábricas, sus viajes, sus deslumbramientos, la inaudita intensidad de su vida y su pensamiento, su caridad a ultranza por la que se negaba a calentar su hogar si ella pensaba que los obreros no podían hacerlo, repartía la parte de su sueldo de profesora que superaba el salario mínimo o se negaba a comer, estando enferma y exhausta en Londres, más de lo que ella pensaba que comían sus conciudadanos de la Francia invadida, extremo éste que la llevó a la tumba. Y todo ello en tan sólo treinta y cuatro años.

“¡Está loca!”, respondió De Gaulle cuando ella le propuso que la mandaran en paracaídas a la Francia ocupada, pero esa capacidad y búsqueda de la temeridad en la vida y en el pensamiento, esa “capacidad para la voltereta argumental”, como dice Carlos Ortega, esa perseverancia y radical libertad con que buscó la verdad, ha generado grandes intuiciones en muchos campos, continuas iluminaciones desde el ámbito artístico a la descripción de nuestra sociedad de hoy mismo. Pocas calas tan lúcidas en la naturaleza de la desgracia, el mal, la fuerza o la atención, por ejemplo, o en la esencia y mecanismos del hitlerismo —perfectamente aplicables al etarrismo de nuestros días— o la localización de la nueva opresión en la “función” y la “organización” como las que esta escritora nos ofrece en sus obras.

Simone Weil, “el equívoco constante de su pensamiento” del que habla Blanchot, descoloca, desitúa, afirma sin dudar y encerrando en esa afirmación a la voluntad, pero de tal modo que la afirmación se pone “tiesa y áspera” (Blanchot) hasta convertirse en un poder vacío. Nada mejor, para esta época en que vuelven a marchar, con viejos y nuevos ropajes y nomenclaturas, fundamentalismos y fanatismos varios, Iglesias y Procesos que aspiran a administrar los simulacros sacrificiales del Bien, que atender a la “fascinación y el incordio” que ejerce —como sostiene Jiménez Lozano— su voz, que prestar atención a sus razones y a su forma de atender.

Weil escribe: Dios, al crear el mundo, se retiró de él para venir solo como un mendigo, necesitado y sin fuerza. Pensar a Dios es, pues, pensar su ausencia, su silencio. En este mundo, Dios calla, o lo que es lo mismo, allí donde reina la necesidad, al bien le está como prohibido reinar directamente. Sin embargo, Dios no deja de llamar a los hombres, y un rayo de su luz llega a traspasar a veces la opacidad del mundo tocando a aquel que vacía su yo, que consiente y espera. Esta gracia de Dios no puede evitar la subordinación aplastante del mundo a la necesidad, a la gravedad y a la fuerza; pero puede hacer que el alma no ceje de amar.

Simone sigue actuando, transformando a quien la lee.

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