Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

El carácter sagrado de la persona humana

18-Febrero-2009    Atrio

La repercusión mediática del asesinato de una menor en Sevilla ha acaparando la atención y los comentarios de toda España, y nos mueve a poner este post como una ocasión para reflexionar en lo que de verdad es importante en este y en todos las otras muertes violentas: La realidad sagrada del Otro. El rostro de Ella (el rostro del otro) es la primera llamada anunciando su trascendencia. Anuncia que es enteramente “otro ser”, no manejable ni propiedad de nadie.

La dignidad de la persona da al ser humano el derecho fundamental de realizar su finalidad, su destino. El derecho fundamental es el derecho a la vida. El ser humano tiene derecho a perfeccionar su propio ser en los órdenes que lo constituyen: conocimientos, libertad de elección, desarrollo de sus capacidades, realización en el amor y en la maternidad/paternidad.

Ahora bien, como ningún hombre puede perfeccionarse desde que nace, tiene derecho a que otras personas (sus padres, sus tutores) le vayan dando bienes que lo irán perfeccionando paulatinamente: derecho, en primer lugar, a que viva, a que se eduque, a que se alimente, se vista, juegue … ; hasta que llegue a la edad en que pueda valerse por sí mismo. Llegada esa edad, la persona sigue teniendo derechos que le permiten, ahora, vivir por sí mismo, dignamente: derecho a formar una familia, a un trabajo honesto y remunerado, a formar asociaciones lícitas, etcétera.

La dignidad de la persona es el fundamento de todos los derechos humanos. Y la vida tronchada de una joven por considerarla una propiedad es el crimen más execrable. Como considerar la muerte de niños o niñas como efecto secundario de guerras antiterroristas o de protección de las fronteras.

Para recordar el Carácter sagrado de cada vida humana, ofrecemos este texto escrito hace años en IGLESIA VIVA. Se arranca de la experiencia existencial de que todo “Otro” es ya una realidad absoluta, algo sagrado ya en sí. Tal vez hoy el entrañable amigo dominico que lo escribió preferiría hablar de Ella, sustituyéndolo por el término Otro.

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    EL CARÁCTER SAGRADO DE LA PERSONA HUMANA
    Por ANTONIO SANCHIS
    IGLESIA VIVA, nº 69.

Resulta una evidencia casi universal que la persona humana entraña un carácter sagrado; es un valor absoluto; encierra una dignidad sobrenatural; es la fuente de derechos inalienables, reconocidos por todos.

La lista de elogios a la persona es imparable. Se diría incluso que es uno de los signos de una sociedad que ha alcanzado cotas elevadas de madurez y civilización.

No obstante, también cabría afirmar, sin demasiado riesgo de error, que la universalidad de elogios corre pareja con las ofensas desaprensivas a la persona humana.

Este fenómeno, ampliamente comprobable en muchos niveles, obliga a tomar postura crítica frente al mismo planteamiento, y lógicamente frente a sus consecuencias éticas. A un planteamiento poco ético acerca del carácter sagrado de la persona humana, no es extraño que sigan luego posturas poco éticas.

¿Planteamientos poco éticos del carácter sagrado de la persona?

Efectivamente así es, cuando el planteamiento se opera a modo de declaraciones formales, aprioristas, como consecuencia de una reflexión, filosófica o teológica, privatizada; marcada por un estilo de pensamiento individualista. Se puede afirmar que el talante individualista de la reflexión ética constituye uno de los pecados capitales de la teología moral. No basta con ser uno coherente consigo mismo y con los principios de su conciencia para alcanzar la dimensión entera de los derechos y deberes éticos. La mera «coherencia con mi conciencia» ha dado muy malos frutos en la convivencia y solidaridad humanas. La reflexión ética tiene que desprivatizarse por fuerza.

Así, con ser cierto que todo el mundo admite y proclama el carácter sagrado de la persona humana, no es menos cierto que los contenidos da¬dos a tales proclamas dependen en mucho de la manera cómo los concibe cada uno.

Lejos de mí, por cierto, negar el realismo del conocimiento humano. Pero ello no impide el reconocer que la misma realidad es «de cada uno» de acuerdo con el modo de «concebirla».

Con el propósito de superar el pecado del individualismo a la hora de reflexionar sobre los problemas humanos, habría que reconocer que los problemas de los hombres son «de los hombres», los cuales viven ahí, que son esos y aquellos… Entonces mi manera de abordarlos ya no puede ser algo privativo mío. La dignidad de la persona humana y sus deriva¬ciones éticas me superan. Ni puedo traducirlos en posturas éticas con¬cretas a mi gusto y en mera coherencia con mis criterios.

Así, la primera aproximación al tema ya tiene que ser ética y tiene que participar de un planteamiento existencial. Voy, pues, a operar la reflexión en torno al carácter sagrado de la persona humana en dos etapas: primero, contemplar el carácter sagrado de la persona desde la experiencia más cercana y más objetiva como es la simple experiencia fenomenológica del Otro; segundo, contemplar los mismos valores descubier¬tos en el Otro situados en el misterio de Cristo. El resultado de estas reflexiones terminarán finalmente por el obligado elogio del carácter sa¬grado de la persona humana.

La persona del Otro es la primera evidencia del carácter sagrado de la persona

La persona del Otro, que está delante de mí y con la que me relaciono, me ofrece la experiencia inicial de un mundo íntimo y soberano. Un mundo que no me pertenece. Y que me limita.

La persona del Otro es inmediatamente significativa y elocuente. Y de ahí resulta el que yo pueda tomar conciencia de mí mismo, de unos valores básicos. ¿Qué pasaría si delante del Otro mi reacción no fuera la de sentirme interrogado por su realidad íntima y soberana? La con¬ciencia que no se siente ante otra conciencia es la del «señor». Y cuando la otra conciencia viene a perderse en la dependencia del «señor», aparece la conciencia del «esclavo». El «señor» no puede reconocerse en la conciencia del «esclavo», sino de una manera deficitaria, unilateral y des¬igual.

Pero la convivencia humana me ofrece además la experiencia de cómo es posible instrumentalizar al Otro, cuando lo comprendo como «mediación», en la cual la realidad del Otro viene a estar incluida en mi mundo de necesidades e interés: la del soldado respecto de su gene¬ral, la del chófer del autobús para el viajero, la del empleado de Correos para el que compra sellos.

La experiencia de la realidad del Otro, tan frágilmente manipulable, se abre a una reflexión.

REFLEXIÓN ÉTICA ANTE LA REALIDAD DEL OTRO

La reflexión inmediata que me sugiere la realidad del Otro es que él constituye para mí una barrera y una llamada.

Es «barrera», porque forma un mundo soberano. Nadie encontrará razones para justificar la existencia de «señores» y «siervos». Nadie podría tampoco encontrar motivos para hacer del Otro un instrumento de su utilidad. Porque, sin necesidad de mayores especulaciones, veo que el Otro se presenta ante mí como una «barrera» que ofrece resistencia a cualquier intención de posesionarse del mundo soberano de cada persona.

Por esto, el Otro es además una llamada a mi conciencia. Encierra un significado. El rostro de toda persona hace saber a mi conciencia su calidad de trascendencia, de ser absoluto, de autonomía inviolable. Y visto que la experiencia humana es testigo de la fragilidad de esos valores fácilmente manipulables, el rostro del Otro viene a ser una verdadera llamada y un reclamo de respeto.

La experiencia de la convivencia del Otro me llega repleta de unas características, que estarán en todo momento en la base de una relación ética de la convivencia:

  • el Otro es atematizable; se resiste a mis poderes de posesión; no se puede prestar a ser objetivado por mi conciencia;
  • por eso, la persona del Otro paraliza mi deseo de posesión; es irreductible. Encuentro en el Otro una dimensión de «infinitud»;
  • se me presenta en la pura desnudez de su realidad ofrecida en la convivencia. Su rostro se me ofrece de forma inmediata, cara a cara y sin mediaciones;
  • tiene, por lo tanto, una connatural significación, singular, personal, anterior a cualquier otra significación impuesta por mi conciencia¬. Una significación que radica en su personalidad autónoma y libre que llena de sentido el mundo de las cosas;
  • el Otro es así «palabra», es revelación de valores íntimos, y que, por ser comunes, me interpelan forzosamente.
  • LA REALIDAD SAGRADA DEL OTRO

    1. De la experiencia sencilla e inmediata de la convivencia llego al resultado de que el rostro del Otro es la primera llamada, anunciando su trascendencia, su talante absoluto. Anuncia que es enteramente «Otro», no manejable ni propiedad de nadie; que no está atado a ningún otro; que es un mundo aparte y autónomo.

    El rostro del Otro es indicador, al mismo tiempo, de que es posible una comunicación interpersonal en base precisamente al reconocimiento del Otro como un semejante a mí.

    Pero también es indicador de que la misma relación de semejanza es, a su vez, una relación de limitación y de aceptación respetuosa del Otro como «otro». El rostro del Otro viene a romper mi posibilidad de totali¬zación. Me evoca el precepto de «no matarás». El hombre puede, en efecto, vivir todas las cosas. Pero si tomara para sí al Otro, le convertiría en propiedad suya. Sin embargo, el encuentro con el Otro paraliza ese movimiento primario de apropiación. De esta manera, el Otro solamente puede suscitar sentimientos de bondad, de generosidad. Ni siquiera puede el hombre interpretar al Otro. Por eso, cuando me encuentro con el Otro, tendré que poseer el sentido de la personalidad, de su carácter sagrado e intocable, en toda su plenitud, si quiero tratarle con toda la libertad y con toda la alteridad plena que se merece.

    2. En este momento, el carácter sagrado de la persona se convierte en ética.

    La eticidad consiste en que la experiencia de la realidad personal del Otro se traduce ahora en tarea y en quehacer moral: quehacer de respon¬sabilidad ante la llamada que es el rostro del Otro. Quehacer de hospita¬lidad, de acogida y de servicio; de donación, por quedar abolida la ten¬dencia natural a la apropiación del Otro. Quehacer de justicia, que es querer que el Otro sea él mismo. Quehacer de bondad.

    La conciencia, el respeto y la decisión ante la realidad del Otro evocan un conjunto de comportamientos y un cúmulo de actitudes que se dirán éticas en cuanto se ajustan a la realidad sagrada del Otro y se inscriben en la gran riqueza de la justicia.

    Justicia quiere significar «que tu libertad sea», dirá Paul Ricoeur. Y si quiero que la libertad del Otro sea una realidad, vengo a afirmar que la justicia es el esquema de las acciones a operar para que la comunidad de personas sea institucionalmente posible, lo mismo que la comunicación de la libertad.

    Si quiero que tu libertad sea, es porque la idea de valor personal que he descubierto en el rostro del Otro me emplaza directamente en su misma personalidad, pues lo que más vale es el «tú». De ahí que el rostro del Otro me evoca un acto de reconocimiento, y no simplemente un acto de evaluación que me permite distinguir «lo que vale» de «lo que deseo». La posición de la libertad del Otro ante la mía es lo que exterioriza «lo valioso» por encima de «lo deseable».

    Lo primero que debo plantearme es siempre la libertad del Otro. Así, toda ética nace de esta tarea compleja de hacer surgir la libertad del Otro como semejante a la mía. El Otro es mi semejante. El reconocimiento de la libertad conjugada en segunda persona es el fenómeno central de la ética, dirá Paul Ricoeur.

    3. Con esta reflexión entro en una nueva meta de la ética. La conciencia, el respeto y la decisión de querer la libertad del Otro, me va a suscitar una toma de conciencia acerca de mi propia eticidad, por la semejanza que el Otro tiene conmigo, sobre la cual se apoya la posibilidad del reconocimiento de los valores sagrados y absolutos de mi persona.

    Efectivamente, «la evidencia del Otro es posible porque mi cuerpo no me deja contemplar el mundo como “pura” objetividad y me impide a la vez ser transparente a mí mismo. Si el cuerpo del Otro fuese para mí puro objeto visible, nunca él me sería un Ego en el mismo sentido en que yo lo soy para mí; pero si en mi cuerpo y en el suyo no veo “objetos”, sino “comportamientos”, la percepción del Otro como tal otro se impondrá súbitamente a mi conciencia». En base a esta realidad antropológica de la corporalidad, el rostro del Otro puede evocar en mí los va¬lores semejantes que él me proclama. Así, «a través de un mundo compartido, al cual de algún modo pertenecen mi cuerpo y el ajeno, el cuerpo del Otro y el mío forman un solo todo, son como el anverso y el reverso de un fenómeno único». «El Otro me es otro, porque mi conciencia es mía y porque su cuerpo es lugar de emergencia de comportamientos ajenos a los del mío. De esto no me es posible dudar. Mas, por otra parte, un mundo compartido me permite comunicarme con quien, no siendo yo, es tan capaz de comunicación como yo mismo».

    4. Resulta, pues, que se plantea el problema de la moralidad cuando la libertad es conjugada en segunda persona: querer tu libertad. Sólo entonces se está en el camino de una obligación real y de una ley.

    Mas, como no se puede pensar en una segunda persona, si ignoro lo que significa mi yo, la obligación de querer la libertad del Otro me remite a mi libertad personal, pues la libertad del Otro es análoga a la mía.

    La moralidad se encuentra ya enmarcada en una dialéctica interper¬sonal entre yo y el Otro, donde existe una comunión de valores personales, y al propio tiempo existe igualmente diferenciación, inadecuación y lí¬mite. Yo y tú somos dos mundos soberanos y puestos en relación inter¬personal. Y entre uno y otro existe una base común y es el carácter sagrado e inviolable de la persona. Pero el límite que encierra cada personalidad ese mundo soberano y sagrado, comporta conflictividad. Ahora, la conflictividad tiene valor definitorio, obliga a tomar postura de respeto total.

    5. La eticidad del carácter sagrado de la persona no es confundible con su verdad; es más radical. Tampoco se identifica con el conocimiento de unos valores o de unas obligaciones abstractas e impersonales.

    La eticidad del carácter sagrado de la persona significa el poder vinculante que brota de la personalidad del Otro. Vinculación suena en latín a obligación, a ob ligare. El poder vinculante que emana de la personalidad del Otro se levanta contra la interpretación individualista de la eticidad. Y ante el riesgo de que el individualismo haga imposible la moral, se impone acudir a un lugar de verificación del comportamiento ético ante el poder vinculante que brota de la persona del Otro. Y éste es el colectivo humano, como una nueva forma de ser del Otro.

    6. El Otro aparece ahora con una nueva dimensión. Es el «pueblo como Otro». Porque un colectivo humano tiene también su rostro, Polícromo, pluriforme, aunque unitario y definido.

    Un colectivo humano tiene su personalidad propia, que se manifiesta en la creatividad particularmente suya. Y la cultura es un signo de ella.

    El colectivo humano, a poco que uno observe, encierra también sus penas y miserias. La «manipulación» es quizá la palabra englobante de la tensa situación actual del colectivo humano. Manipulación que viene de la mano con la opresión. La experiencia de que efectivamente los derechos fundamentales no son respetados, por más que abunden las declaraciones.

    Y así me encuentro con ese gran rostro de un colectivo humano y se me hace llamada y palabra, ante la cual no puedo, quedar silencioso ni neutral. El rostro de un colectivo humano que padece manipulación y que sufre la vulneración de sus derechos fundamentales es inevitablemente una llamada, una interpelación. Y aquí surge, por un nuevo título, la eticidad del carácter sagrado de la persona en dimensiones colectivas.

    Claro es que la respuesta ética será tanto más rica, cuanto más lo sea para mí la pregunta que me viene de la mirada al rostro de un colectivo humano. Una interpelación meramente individualista provocará una respuesta similarmente individualista. ¿La pregunta se queda en mera¬mente teórica? Teórica será la respuesta. ¿La pregunta arranca de una experiencia inmediata de la antropología viva? La respuesta participará del mismo realismo, el cual irá en aumento cuando es verificado en la persona del Otro, escapando a la posible maniobrabilidad de mí mismo.

    7. En definitiva, el Otro individuo y el Otro colectivo evocan al buen espectador la capacidad reflexiva suficiente para perfilar el carácter sagrado que encierra toda persona humana sin excepción, y para dar una respuesta moral de respeto a su inviolabilidad. Ahí está el arranque de la eticidad: el sentirse uno obligado a dar respuesta cabal a las interpelaciones que me ofrece la relación con el Otro y que, al mismo tiempo, despiertan en mi interioridad ya no de talante individualista otras tantas preguntas correlativas a la autonomía, a la libertad, a la inviolabilidad de los derechos humanos, hasta ahora solamente intuidos en el rostro del Otro.

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