Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Juan Bosch habla de su teología

20-Abril-2006    Atrio
    No habíamos comentado en ATRIO la muerte de Juan Bosch, teólogo y amigo. Pero nos han llegado noticias de cómo ha sido atacado en otra blog especializada en descalificar a toda la generación del Vaticano II y a proclamar que en la Iglesia no se puede pensar y expresarse con libertad. No entramos en debate. Sólo queremos que los lectores conozcan el testamento teológico que ofreció Juan Bosch, dos años antes de morir, en la Revista FRONTERA (nº 31, jul-set 2004). Dejemos pues que ladren mientras nosotros, rodeados de testigos de la fe que ya nos han precedido, como Juan , “corramos con constancia en la competición que se nos presenta”.

El autor se confiesa: Juan Bosch Navarro
LOS LIBROS, REFLEJOS DE LA VIDA

La vida humana, toda vida humana –lógicamente también la del teólogo– se juega en los encuentros. En los encuentros con personas y en los encuentros con los acontecimientos. El encuentro es el misterio con rostro, el misterio de la otra persona que sale al camino de la vida y, en ocasiones, te transforma. En el mundo teológico nadie podría afirmar que su camino, por modesto que sea como es en mi caso, se recorre solitariamente, con el solo esfuerzo y tesón de uno mismo. El camino se recorre solidariamente. Los maestros y los compañeros ayudan a fortalecer los linderos por los que transcurre el propio camino, y le abren a uno nuevos horizontes para continuar la marcha. Invitado a presentar mis libros, confesaré desde el principio que son reflejos de la propia vida.

l. Mirando hacia atrás, rememoro dos encuentros decisivos. El primero con Tomás de Aquino, el segundo con Yves Congar. Ambos maestros –tan distantes en el tiempo y tan cercanos en su manera inquisitiva de mirar la realidad humana y divina–, me acercaron a la teología y me hicieron quererla. Tuve la suerte de estudiar a Santo Tomás en sus mismos textos y aunque todavía mis maestros del Estudio General Dominicano de Valencia no se habían abierto al método tomista de Le Saulchoir, el estudio directo de la “Summa”, artículo tras artículo, desentrañando el rigor de su pensamiento y el contenido de su arquitectura, me abrieron al gusto por llegar a la verdad. Aprecié en él, no sólo el rigor de las ideas, sino el deseo de búsqueda del aspecto formal de cada cuestión, la búsqueda de la verdad, estuviese donde estuviese, la presentase quien la presentase. Mi vocación teológica seguramente no se hubiese desarrollado nunca si en lugar de estudiar a Tomás de Aquino, hubiese tenido que meterme en los clásicos “manuales” de teología, tan en boga en los años de mis estudios institucionales. Tomás se había hecho traducir textos de autores judíos, musulmanes, averroístas, agustinianos, etcétera. ¡Y con qué respeto trata a esos autores, aunque no esté, en ocasiones, de acuerdo con ellos! Tomás de Aquino, ¡qué distinto al que quisieron meter en las 24 tesis tomistas y qué lejano del juramento anti-modernista posterior!

El encuentro con Yves Congar se inicia con la lectura de sus libros Verdaderas y falsas reformas en la Iglesia y Cristianos desunidos, en los lejanos años del estudiantado. La lectura de ambos textos, con el expreso permiso del Regente de estudios, me dirigió decisivamente a la teología ecuménica. En Congar encontré al maestro de hoy. Hombre enraizado en la Tradición y hombre abierto al mundo de los “otros”. Antes de llegar a París, donde todavía pude escucharlo en clases del Instituto Católico, y encontrarme con él en Le Saulchoir, ya había saboreado buena parte de sus libros y me había identificado con su “existencia teológica”. Su amor al trabajo era un programa de vida para muchos de nosotros, sus estudios de las tradiciones ortodoxas, protestantes y anglicanas eran caminos hechos y transitados por él y que para nosotros eran ya caminos cómodos. Pero reconociendo que era Congar quien primero había transitado por ellos, “haciendo camino al andar”. Pionero del ecumenismo doctrinal, de él recibía ahora, de manera acentuada, lo que ya había bebido en Tomás de Aquino: el amor a la verdad, pero no a la verdad abstracta, sino a ésa a la que sólo los humanos podemos acceder, la verdad metida en la historia y que se transmite muchas veces a través del “otro”, y que no está encerrada exclusivamente en ninguna tradición eclesial.

Aprendí de Congar que decir la verdad, incluso dentro de la Iglesia, es siempre un riesgo, que la comunidad eclesial –nuestra Madre y Maestra– no siempre es amable con sus hijos, y que sólo el evangelio de Jesucristo invita a la conversión y a la reforma no solamente de los individuos sino sobre todo de la Iglesia, de las Iglesias. Su contribución al Concilio, tan decisiva, fue también invitación a leer en profundidad los textos conciliares que iban a significar un cambio en mi comprensión de la eclesiología y en la manera de mirar a los “otros”. Lumen gentium, Gaudium et spes, Unitatis redintegratio, Nostra aetate, Dignitatis humanae… textos conciliares en línea divergente de lo que yo había estudiado en mis años de formación. Me entristece hoy, tras cuarenta años de Concilio, que la recepción de estos textos sea todavía, en muchos casos, asignatura pendiente. La más reciente lectura de Congar, Diario de un teólogo >(1946-1956) me ha quitado definitivamente ese vendaje de los ojos que me impedía ver a dónde puede llegar la perversidad del viejo (y nuevo) sistema romano de arreglar las cosas. Es triste comprobar que el poder, el honor y la dignidad de la Curia romana se ponen muchas veces, según el dominico francés, por encima de todos aquellos valores que brotan del evangelio de Jesús. Mi homenaje al padre Congar revistió la forma de libro con mi A la escucha del cardenal Congar (Madrid 1994), y mi agradecimiento se convirtió en la creación del “Centro P. Congar de Documentación Ecuménica”, vinculado a la Facultad de Teología de Valencia, con el propósito no sólo de ofrecer un servicio ecuménico a pastores, teólogos y laicos interesados en cuestiones ecuménicas, sino de dar a conocer mejor la vida y obra de un teólogo apasionado por la verdad y que sufrió injustamente por presiones de la institución eclesiástica.

2. La teología ecuménica. Los años en Friburgo (1963-1964), cuando se gestaba el Concilio, y en el Instituto Católico de París (1970-1972) iban a significar la inmersión real en el mundo ecuménico. La cercanía al Consejo Ecuménico de las Iglesias y a otras varias instituciones ecuménicas (Istina, de París; San Ireneo, de Lyon; Taizé…) supondría el encuentro con personas, tan esencial a la hora de la comprensión del “otro”. En este terreno he reflexionado sobre varias cuestiones que están en la base de mi acercamiento al ecumenismo: ¿cómo no descubrir en el misterio de la voluntad de los Reformadores, y en su conciencia misma, un impulso vital y verdadero que les llevó a desechar las estructuras eclesiásticas como incompatibles con el evangelio de Jesús?; pero, al mismo tiempo, ¿cómo no valorar la conciencia de quienes no pudieron aceptar las demandas de los Reformadores, no por empecinamiento, sino porque se apartaban de la tradición secular de la Iglesia de Cristo?

Buscar culpables me parecía tan pueril como cierta apologética que entonces estaba todavía en vigor. Por eso el problema ecuménico se me apareció como misterio de unidad y como demanda de diálogo. Sólo una paciente investigación histórica del mundo de los Reformadores, el análisis de factores no sólo teológicos y estrictamente religiosos, sino culturales, históricos y geográficos podrían llevar a un reconocimiento de la otra Comunidad como verdadera Iglesia, y como Iglesia hermana. El estudio de la ministerialidad de las otras confesiones cristianas, el análisis de la sucesión apostólica no sólo en el ministerio sino en la doctrina apostólica, la búsqueda de la comunión plena en la cuestión sacramental, me aparecen hoy como los temas cruciales a los que Roma, es decir, los teólogos y cuerpo del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, sin demasiados cruces e interferencias de la Congregación para la Doctrina de la Fe, deberían ofrecer nuevos planteamientos de manera creativa, como en su tiempo hicieron Rahner y Fries en un libro que desgraciadamente pasó un tanto desapercibido.

De cualquier manera, estoy cada vez más convencido de que existe una barrera, muy difícil de derribar, que impide e impedirá cualquier progreso ecuménico: el orgullo eclesiástico, la incapacidad para asumir una verdadera reforma de la Iglesia que incluyese, en primer lugar, la reforma de la Curia Romana, el centralismo del primado romano, así como la puesta en práctica de la colegialidad episcopal, la transformación del Sínodo de los Obispos de mero consultivo en realmente vinculante; y la recuperación de temas que se han querido expresamente marginar –y se ha conseguido–, pero que fueron durante el Concilio temas de primera línea: la Iglesia de los pobres (Lercaro), la Iglesia como instancia crítica y profética, etcétera. Sin esa reforma fundamental eclesiológica no hay camino para un verdadero ecumenismo. Llevar estas convicciones al gran público, pero también al mundo de los estudiosos de la teología, fue mi interés al publicar algunos libros: Para comprender el ecumenismo (Estella, 1991, 3ª edición 1999), Diccionario de Ecumenismo (Estella, 1998) y Nuestras Iglesias Hermanas (Madrid, 2002). El ecumenismo, al menos en algunos ambientes españoles, adolece de una repetición cansina –a pesar del esfuerzo de algunos ecumenistas que merecen todo el respeto– y de una falta de creatividad y coraje que impiden que las nuevas generaciones no vean en él más que una tarea eclesial totalmente “domesticada”. Temo que tal y como se configuran las diócesis de nuestro país y de la Iglesia en la misma Europa, el actual “statu quo” de la cuestión ecuménica se pueda prolongar indefinidamente.

3. Los buscadores de religiosidad. Durante unos años, no más de diez, estuve preocupado por una realidad que me pareció necesario hacerle frente desde mi visión de la categoría del “otro”. Me refiero al mundo de las sectas y Nuevos Movimientos Religiosos (NMR). Me llegó a preocupar sobre todo la figura de lo que se ha dado en llamar “el sectario”. Todas las cualidades negativas del fenómeno y del sujeto sectario se pusieron en la palestra. Libros como los de la diputada Pilar Salarrullana y de Pepe Rodríguez –perseguidor éste de sectas y con declarado odio a la Iglesia católica– se encargaron de resaltar los peligros y el caos familiar y social que podría significar el aumento de este tipo de nuevas espiritualidades que invadían incluso los MCS. Trabajé –quiero pensar que con seriedad– este fenómeno colocándome en una perspectiva algo diferente a la mayoría de los autores que en este país escribían sobre el tema. Yo sabía que la misma palabra “secta” está cargada de agresividad. Intenté, por tanto, analizar desde el respeto –¿acaso no merece respeto toda persona por equivocada que esté?– a quienes habían entrado o estaban introduciéndose en los numerosos grupos sectarios. Quise despojar el tema de la visceralidad con que estaba cargado e introducir dosis de racionalidad. Era cuestión de abordar desde el principio la cuestión de la terminología, donde empezaban tantos malentendidos. Consciente de que las minorías, también las minorías religiosas, inspiran desconfianza, traté de presentar la cuestión como una panorámica del mundo religioso marginal, cuyos grupos se han desplazado a los márgenes del mundo religioso y de las Iglesias mayoritarias. En Para conocer las sectas. Panorámica de la nueva religiosidad marginal (Estella, 1993) que conoce ya cinco ediciones en castellano y una en portugués, quise responder a cuestiones como: ¿por qué las sectas se retiran a los márgenes sociales?, ¿quiénes son sus miembros?, ¿qué métodos emplean dado el (aparente) éxito que tienen entre la juventud?, tipologías más importantes… Planteé incluso la cuestión del diálogo con estos mundos marginales religiosos, tema que, sin embargo, ya se habían propuesto tanto en el Consejo Ecuménico de las Iglesias como en la Federación Luterana Mundial. Mi convicción final era que el miembro de los NMR es un buscador nato, un inconformista religioso, un rastreador de sentido y de trascendencia, un idealista que no se conforma con la realidad social y con las grandes estructuras religiosas y eclesiásticas de nuestras actuales instituciones.

4. Harlem y el mundo de la negritud. La elección de la tesis de doctorado tiene siempre consecuencias. Tras el rastreo de varias posibilidades, opté por una que debía suponer el estudio de un autor de la tradición reformada, del mundo anglosajón y que estuviese en una línea liberacionista. Era a principios de los ochenta. Pronto percibí el hombre: James H. Cone, metodista y padre de la “Black Theology”; y el lugar, “Union Theological Seminary” –donde era profesor–, fronterizo con el barrio negro de Harlem, en la ciudad de Nueva York. En mi trabajo tuve el privilegio de contar con el acompañamiento y asesoramiento del mismo Cone. La introducción en un mundo nuevo, en el que Cone pedía silencio al mundo teológico blanco, mientras hablasen voces negras, marginadas durante tres siglos en América, y la experiencia vital de un año sabático en Harlem, además de la visita cada verano al mismo barrio, significaría para mí navegar por mundos espirituales y teológicos muy ricos. Mi experiencia europea y católica alcanzaba ahora, por vez primera, sus reales dimensiones. Ni Roma era el ombligo del mundo cristiano, ni el Mediterráneo era la cuna de la civilización. Las pretensiones de universalidad, objetividad y neutralidad de nuestro pensamiento, de claras raíces griegas, se rebajaban ahora a su justo medio y entraban en el terreno del que nunca debieron salir: el terreno de la contextualidad y, si se me permite, el de la humildad. El mismo profesor Cone, tras el doctorado, me invitó a trabajar en el mundo de la teología negra sudafricana. Con horror descubrí la perversión del sistema del apartheid, pero más todavía cuando analicé los textos de los ideólogos del sistema racista, todos ellos miembros de las tres Iglesias Reformadas Holandesas, cristianos, por tanto, que hicieron viable que tal sistema rigiese durante decenios la vida política, social y religiosa de un país, dividiendo a los hombre y mujeres por razones étnicas. Apartheid, generador de inmensos sufrimientos, de odios tribales, de traslados forzados y de muerte. Sistema del apartheid, razonado y fundamentado bíblica y teológicamente, por cristianos de las Iglesias mencionadas. La traducción práctica de esos estudios me llevó, indignado, a la creación del primer grupo anti-apartheid en este país. El “Grupo Soweto Cristiano Anti-Apartheid”, trabajó desde Valencia (1987-1992) por una de las causas más nobles de las últimas décadas del siglo XX: la derogación del sistema perverso y herético del apartheid. Varios de mis libros pertenecen a esta época: James H. Cone, teólogo de la negritud (Valencia, 1985), La Iglesia Negra (Valencia, 1986), Christianisme et Apartheid (Burdeos, 1991). Años de estudios, de práctica social y profética, años de aprendizaje y de humildad occidental.
5. Los últimos libros. La solidaridad con los que sufren –el pueblo negro como paradigma de sufrimiento indecible– pude apreciarla de manera directa durante los años que he estado enseñando en el Centro de Teología de los dominicos, en Santo Domingo (República Dominicana), de 1997 a 2003. El alumnado, quizá más que nadie el alumnado dominicano, me enseñó cómo se puede estar implicado en los barrios más pobres de la gran ciudad, Guachupita, La Ciénaga, por ejemplo, y a la vez, desde allí y desde las clases en el Centro, estar haciendo teología, reflexionando sobre la fe y sus implicaciones. Años en los que El Caribe, el mestizaje, la realidad de los bateyes haitianos en tierra dominicana, me enseñaban que la teología –claro, qué teología– lejos de ser un ejercicio insignificante, se convertía en tarea necesaria y urgente. Y es que al decir de Timothy Radcliffe, “el teólogo es más necesario que el economista”, aquél da valores, éste comercia, comercia con toda clase de cosas, incluso con valores. En estos años aparecen dos libros de los que soy editor: Hacia el Tercer Milenio, caminando solidariamente (Valencia, 1996) y Cultura y Religiones (Valencia, 1997).
En los últimos años, desde 1999 hasta hoy, he intentado que mi ya prolongada docencia que vengo impartiendo de la materia “Teología Contemporánea, católica y protestante” en las aulas de la Facultad de Teología de Valencia, tuviese una salida al gran público. Mi convencimiento de la ausencia de visiones globales de la teología de hoy y de sus principales protagonistas, se vio desafiada por el libro de R. Gibellini, La teología del siglo XX. Un buen manual del autor italiano, pero en el que se echaba en falta el nombre de algunos teólogos españoles. Con Panorama de la teología española (Estella, 1999) quise dejar claro que si nuestra teología estaba aún lejos de la que se hace en otros contextos europeos, un buen grupo de teólogos españoles merecía conocerse mejor. Invitado por la editorial Verbo Divino, me puse poco después a trabajar en la misma línea con otro libro, Panorama de la teología latinoamericana (Estella, 2001), junto con Juan José Tamayo, uno de los mejores conocedores e introductores del pensamiento teológico de la América hispana en nuestro país. Pero ha sido el Diccionario de Teólogos/as Contemporáneos (Burgos, 2004) donde he dejado mi tiempo y mis fuerzas, cerca de tres años de trabajo inmenso, con el objeto de que el lector de lengua castellana dispusiese de un utensilio válido para conocer lo que los mejores teólogos/as del siglo XX han realizado. Diccionario con sentido ecuménico en el que aparecen autores de las tradiciones ortodoxa, católico-romana, protestante y anglicana. Ha sido mi último trabajo del que me gustaría que se cumpliesen los deseos que Evangelista Vilanova expresa en la Introducción: “Ojalá que el Diccionario de Juan Bosch, el primero en lengua castellana de su género, ayude a seguir los pasos de esos hombres y mujeres que se empeñaron en dar razón de su esperanza…”.

Juan Bosch Navarro

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