Recientemente los obispos catalanes han dicho que “no quieren obligar” a los fieles a votar a favor o en contra del Estatut. El caso es que los obispos, incluido el de Roma, no pueden obligar aunque quieran. Y menos en temas políticos de importancia capital para todos, creyentes y no creyentes. En cuyo caso los obispos tienen derecho, como cualquier persona, a opinar. Pero nada más.

Reduciéndonos al ámbito eclesiástico, hemos de entender que la jerarquía no sustituye a Dios. La palabra de la jerarquía no es “palabra de Dios”, por mucho que se empeñen. Roqueplo en su libro “Teología de la predicación” dice que con ocasión de lo que el sacerdote o el obispo diga, los fieles en la intimidad de su conciencia pueden llegar a conclusiones, incluso distintas de lo que oyen predicar. En la soledad de su conciencia, en presencia de Dios, esas conclusiones a las que lleguen son para ellos la palabra de Dios. Harían mal en ir contra su propia conciencia. Esto es lo propio de una persona adulta, responsable.

Y en cuanto al lenguaje habría que decir que la lengua es patrimonio del pueblo, que es quien la hace. Constituye el mejor monumento que pueda levantar un pueblo, porque está hecho de los sentimientos, ideas, sueños, pesares, visión del mundo, etc, etc, y está hecho de sonidos, tonos de voz….. Ahí se expresa como en ningún otro lugar el alma de un pueblo. La Real Academia de la Lengua, aunque tenga como lema limpiar y dar esplendor al español, no tiene más remedio que aceptar los neologismos y acepciones que el pueblo va creando.

Si queremos que todos nos entiendan habrá que emplear las palabras que todo el mundo entiende y en su significado más común. Sólo será posible la comunicación cuando el mensaje es aceptado, entendido. Si se emplean palabras muy cargadas de teología, o de significado bíblico; si el hombre de la calle no se da por aludido porque le suenan a jerga, fácilmente desviará su atención a otras cosas.