Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

CURSO SOBRE EL ALMA Y SU DESTINO. Conclusión

22-Septiembre-2009    Antonio Duato

Durante varias semanas hemos estado presentando un resumen de los diversos capítulos del libro de Mancuso, junto a una selección de algunos textos. (Por cierto, pueden seleccionarse todos pinchando en “Curso sobre Mancuso” en Temas y Foros, columna de la izquierda).

Efectivamente, la intelección del pensamiento del autor -a pesar de la magnífica labor de Gonzalo Haya- habrá sido distinta para quien tuviera o no el texto completo a la vista.


Mancuso es un autor que aborda un modo nuevo de pensar y de expresarse de las cosas de la fe. A veces parece confuso o contradictorio. Pero no olvidemos que es un teólogo, que le interesa “entender” la fe, no “demostrarla” con argumentos racionales. Por eso puede desconcertar tanto a los que se atienen a las expresiones de fe sancionadas por la autoridad magisterial como a los que suponen que sólo se puede afirmar lo que racionalmente se pueda demostrar.

Como resumen de todo el libro, queremos ofrecer hoy a todos los que han mostrado interés por este curso la síntesia que hace el mismo autor al final en lo que él llama Conclusión.

Pensamos continuar ofreciendo cada martes aquí, distintas recensiones del libro que los mismos lectores nos pueden enviar, escritas por ellos o encontradas en otras publicaciones. Para el próximo ofreceremos una que aparecerá en el próximo número de IGLESIA VIVA.

Pero ya en esta entrada, tras la lectura de esta conclusión-resumen y teniendo en cuenta todo lo que se ha tratado sobre los capítulos anteriores, podemos preguntarnos:

  • ¿Qué me ha aportado el Curso sobre El alma y su destino? ¿Me ha descubierto alguna nueva perspectiva teológica?
  • CONCLUSIÓN

  • 123. Resumen del primer paso
  • Al pensar la relación entre Dios y el mundo, el principio-base de mi pensamiento es que Dios obra en el interior de la naturaleza-physis sólo mediante un impersonal Principio Ordenador que procede de él en el acto de la creación del mundo. Dicho Principio coincide con lo que la Biblia llama «sabiduría» y es lo que pone en orden la energía caótica (la tohu va-vohu de Génesis 1, 2) en la que consiste inicialmente la naturaleza-physis. Tal principio no lo pienso solamente en sentido cronológico dado que se repite cada día: la tarea cósmica de cada día consiste en el ordenamiento de la energía informe por parte del Principio Ordenador. La energía informe a nivel humano se llama libertad y el Principio Ordenador se llama «sabiduría»: toda la aventura humana consiste en el ordenamiento de la libertad informe según la forma disciplinada y estable de la sabiduría. Esto vale tanto para la humanidad en su conjunto como para cada persona.

    En este sentido el Principio Ordenador obra en la totalidad de la naturaleza-physis, en toda la realidad, no sólo en lo que comúnmente entendemos como naturaleza, sino también en lo que entendemos como cultura: cada realidad, en la medida en que está ordenada lo está a la luz del espíritu del Logos. De este modo la acción divina coincide con lo que la Biblia en sus libros espiritualmente más maduros llama «sabiduría», la cual mucho antes de ser una propiedad de la mente humana es la propiedad de la naturaleza-physis y puede además llegar a ser una propiedad de la mente humana sólo porque primero pertenece a la naturaleza-physis, siendo la mente humana su resultado más alto. La naturaleza-physis se dispone según un orden siempre creciente hasta comprenderse como sabiduría en la mente del hombre.

    Hay que concebir la acción de Dios rectamente (y digo rectamente asumiendo como criterio de rectitud el concepto de Dios como Amor personal origen del mundo en que consiste el mensaje del Nuevo Testamento. Y añado que yo considero como la cima del cristianismo no el evento histórico particular de Jesús muerto y resucitado sino el significado metafísico universal contenido en aquel evento, o sea, que Dios, la fuente del Principio Ordenador del mundo, es amor personal). Y la acción divina es rectamente concebible sólo si se entiende como intrínsecamente dotada de simplicidad y universalidad, pensando que el Principio Ordenador obra desde siempre de un solo y único modo (simplicidad) y en favor de todos (universalidad). Es más, la universalidad de la acción divina está aún mejor expresada si decimos que el Principio Ordenador obra en favor de todas las cosas, exactamente en el sentido del neutro omnia del latín de nuestros padres, que incluye también a las plantas, los animales, las aguas, las piedras, las estrellas. Es el espíritu que ordena el mundo. El Dios trascendente y personal da origen a la energía en la que consiste materialmente el mundo mediante el Principio Ordenador y, a través de él, sólo a través de él, le da forma.

    Tal ordenamiento divino de la energía tiene un fin preciso: el nacimiento de la libertad. Por esto, el principio divino que guía el mundo asume el rostro de la impersonalidad. Si hubiera un Supremo Ente personal guiando el mundo del que dependiese el destino de cada mujer, de cada hombre y de cada cosa, así como «el Señor me lo ha dado, el Señor me lo ha quitado» (Job 1, 20), la libertad no habría podido nacer. Y de hecho no ha nacido en aquellas conciencias que piensan en un mundo gobernado soberanamente desde arriba, del que los fundamentalistas, presentes en todas las religiones, son la forma más emblemática. No por casualidad quien piensa que el mundo está gobernado desde lo alto genera sistemas políticos en los que el poder desciende desde lo alto. También por esto ha habido siempre una marcada simpatía hacia la derecha autoritaria en muchos sectores tradicionalistas del mundo católico. La política depende de la teología mucho más de lo que muchos piensan.

    Pero volvamos al tema. La acción creadora divina mediante el Principio Ordenador (del que una suprema manifestación son las leyes naturales «finamente sintonizadas», de las que habla la astrofísica) hace que surja nuestro cuerpo viviente, una maravilla física y biológica de miles de millones de relaciones ordenadas. Nuestro organismo contiene una energía mayor que nuestro ser corporal. Somos cuerpos, pero nuestro cuerpo, a diferencia de un cuerpo simplemente material como una piedra, se mueve y si se mueve es porque está animado por una mayor cantidad de energía respecto a la simple configuración material.

    Esta diferencia entre nuestro cómputo total de energía y la energía que en nosotros se expresa como cuerpo, es el alma, nuestra pena y nuestra alegría, nuestra mayor nobleza y nuestro mayor problema. Decir alma y decir libertad es la misma cosa: el primer término la expresa estáticamente, el segundo dinámicamente. El sentido de la creación es el nacimiento de la libertad, pero la libertad al principio nace desordenada, lo vemos perfectamente si miramos a los niños y constatamos qué difícil es educarlos, hacer de la suya una energía ordenada. El problema de la vida (pues no hay duda de que la vida es un problema) depende de la libertad, de la necesidad de gestionar un quantum de energía suplementaria, de saber qué hacer con esta energía extra. Toda la gloria y la tragedia de ser humanos, de poder acceder a la pura alegría o caer en la más profunda desesperación, depende de esto. Si el quantum de energía suplementaria que llamamos alma está ordenado, genera alegría, calma, paz serenidad; si cae en poder del desorden genera náusea, rabia, violencia, desesperación.

    ¿Por qué tenemos este quantum de energía suplementaria? Yo no creo que el quantum de energía que la naturaleza-physis nos ha dado de más sirva sólo al proceso impersonal de la misma naturaleza-physis, a la Voluntad, como diría Schopenhauer. No pienso que el sentido de la libertad se limite a estar al servicio de la sola vida natural, no pienso que se viva sólo para vivir y para engendrar a nuestra vez otra vida. Pienso que el quantum de energía suplementaria que nos ha sido dado y en el que propiamente nosotros consistimos, trabaja y se ordena, según la misma lógica de aumento de la complejidad y de la información, a su obra en el cosmos. El ser humano debe conscientemente reproducir dentro y fuera de sí la lógica general de la naturaleza-physis.

    La diferencia entre el cómputo total de energía y la energía que se dispone como cuerpo, este plus denominado con el término alma, requiere ser trabajado. Trabajándolo, introduciendo en él cada vez más orden, se convierte en espíritu El término espíritu, como todas las palabras importantes usadas en contextos muy distintos, vehicula una nebulosa conceptual genérica. Pero si los seres humanos desde el principio de la civilización han sentido la necesidad de usar esta palabra (ruah, pneuma, spiritus, en las tres lenguas-base de la cultura de Occidente) es porque sentían la necesidad de dar razón de un hecho experimental, de una experiencia suya. ¿Cuál? El hecho de haber visto a alguien enseñorearse también de esa parte interior y más recalcitrante de uno mismo, la energía primaria que se mueve dentro de cada persona, el Es, como la llamaba Freud. El ser humano espiritual es quien ha llegado a ser verdaderamente señor de sí mismo, quien comienza a tener conciencia del problema de vivir, no alienándose en un superego abstracto sino iluminando con la fuerza de la mirada purificadora hasta los secretos menos nobles de su subsuelo. La persona espiritual es un ser perfectamente unificado y por esto «juzga cada cosa sin poder ser juzgado por nadie» (1 Corintios 2, 15). Quien ha trasformado su informe energía interior dándole una forma ordenada y racional ha empezado a entenderse a sí mismo, ha logrado realizar el antiguo mandamiento délfico: «Conócete a ti mismo». Una persona así es una persona perfecta, a quien el lenguaje religioso llama santo, la antigua filosofía griega sabio, el pensamiento hindú gurú.

    ¿Qué obtiene quien transforma el propio Es en espíritu? Obtiene la paz, esa paz que coincide con la alegría interior profunda que no se puede extirpar. El orden al que está sometida la energía interior produce relaciones ordenadas, sobre todo dentro de nosotros, y estas relaciones ordenadas generan luz, la luz particular que se ve en los ojos de las personas santas, la luz buena del ser.

    ¿Qué quiere alguien así? Nada en particular, ningún objeto, ningún reconocimiento exterior. Quiere sólo una cosa: que el orden que él alberga dentro de sí informe todas las relaciones. Quiere la justicia. Este deseo eleva su alma hacia la esperanza de «nuevos cielos y nueva tierra en los cuales habitará definitivamente la justicia» (2 Pedro 3, 13). En este saber del alma, físico y espiritual al mismo tiempo, consiste el primer paso de este libro, que acabo de resumir.

  • 124. El imperativo categórico de la vida espiritual
  • La ley fundamental que nos ha sido entregada por el Principio Ordenador, ley divina y a la vez perfectamente natural (más aún: divina en cuanto perfectamente natural), puede ser expresada de esta manera: reproduce dentro de ti y a tu alrededor la ley que te ha guiado y te mantiene en la existencia. Este es el imperativo categórico de la vida espiritual, presente en la humanidad desde siempre, entregada en el instante mismo de su creación. Cada revelación histórica tiene que servir a la actuación perfecta de esta ley divina.

  • 125. Resumen del segundo paso
  • El segundo paso de este libro consiste en abordar la cuestión sobre el destino que espera al alma al final de la existencia terrena. A este respecto yo he sostenido la inmortalidad del alma personal. En mi perspectiva, sin embargo, la inmortalidad no depende de un único evento del pasado como la resurrección de Cristo ni se limita a un acto divino unilateral, que actuaría en contra de una lógica de la naturaleza supuestamente destinada a la muerte por estar corrompida por el pecado original. Es exactamente lo contrario; para sostener la inmortalidad del alma yo he presentado una argumentación cosmológica: la naturaleza -que es la acción por excelencia del Principio Ordenador, siempre actuante, nunca ausente ni corrupta- tiene una lógica orientada no a la muerte sino a la vida. La lógica ordenada que ha guiado la naturaleza a generar la vida a partir de los informes gases primitivos del comienzo, si la reproducimos en nosotros mismos es capaz de introducirnos en una nueva dimensión de vida, necesariamente discontinua respecto a la configuración actual de la vida ligada a la materia.

    Esta discontinuidad, que en sí misma puede parecer una proyección psicológica sin fundamento, adquiere una fundada razonabilidad si se considera el camino del ser, desde la expansión del universo a partir del Big bang hace 13.700 millones de años hasta el estado actual del mundo humano. Este camino se ha caracterizado por cuatro discontinuidades al menos:

      - del puntito cósmico inicial a la vastedad de la materia,

      - de la materia inanimada a la vida,

      - de las primeras formas de vida a la complejidad de la inteligencia,

      - de la vida inteligente a la vida moral como bien y justicia.

    No hay necesariamente continuidad entre los pasos señalados, que sin embargo han ocurrido (el cuarto sucede ahora con más frecuencia de lo que superficialmente se pueda pensar). Estos pasos han ocurrido siempre en dirección a un orden creciente, a un aumento de la información y de la complejidad, venciendo la intrínseca tendencia al desorden de todo sistema cerrado. Si para explicar esta victoria contra la entropía no se quiere recurrir a intervenciones milagrosas desde lo alto, cosa que de ninguna manera pienso hacer, hay que concluir que el ser mismo contiene una tendencia al orden y a la complejidad, que el ser mismo resulta orientado a la vida, a ser «polvo vital». A la luz de esto, considero que no es irrazonable pensar que cada persona que reproduce dentro de sí la misma lógica ordenadora que guía el cosmos y que a nivel humano se llama justicia, pueda obtener el mismo resultado que dicha lógica ha alcanzado. Es racionalmente legítimo pensar en una continuación de la vida, una vida sin soporte material, una vida como puro espíritu, exactamente como la que corresponde a Dios. Se continuaría así al límite el proceso de independencia de la energía respecto a la masa iniciado con las primeras formas de vida y que encuentra, como anticipaciones de plenitud, las creaciones espirituales de la humanidad. Entre estas creaciones, la más alta es la música, el producto más puro de la mente y del alma. En la gran música se percibe la voz del espíritu, aquella voz que una noche de 1929 en Berlín, al final de un concierto de un jovencísimo violinista, Yehudi Menuhin, tocando músicas de Bach, Beethoven y Brahms, entró en el corazón de Einstein y lo llevó a dirigirse a su camerino diciendo: «Jetzt weiß ich, daß es einen Gott im Himmel gibt» (Ahora sé que hay un Dios en el cielo).1

  • 126. A propósito de naturaleza
  • Así como estoy convencido de que existe una sabiduría cósmica que gobierna el mundo, a causa del progresivo aumento del orden y de la información que la evolución del mundo manifiesta, estoy igualmente convencido de que tal sabiduría cósmica es impersonal. La impersonalidad que gobierna la naturaleza-physis produce incremento del orden y de la complejidad, pero muy a menudo a costa del dolor de las individualidades. Las desgracias naturales que periódicamente se abaten sobre seres humanos y animales, el variopinto muestrario de enfermedades de las que más de seis mil son de tipo genético, las más resistentes; la lucha entre sí de las distintas formas de vida a causa de la ley inexorable del metabolismo: estas cosas y muchas otras demuestran que el mundo no es un proyecto acabado, sino un proceso que se va construyendo a cada instante.

    El primer libro de la Biblia dice que «Dios el séptimo día terminó el trabajo que había realizado y descansó de la obra que había hecho» (Génesis 2, 2; cursiva mía). Basta abrir los ojos para ver que aquí entre nosotros no hay ningún «séptimo día». No hay, no ha habido, ni habrá un punto en el tiempo en el que este proceso que es el mundo se pueda considerar acabado. Es más, la condición misma del ser del mundo es su continuo trabajar, por el simple motivo de que el mundo no es más que energía, capacidad de producir trabajo, trabajo incesante, sin ninguna interrupción. El texto bíblico dice sin embargo que «Dios descansó de todo el trabajo», lo que a mi modo de ver no tiene sentido, o, como yo pienso, implica la separación entre el Dios personal trascendente que ha terminado su trabajo y el proceso evolutivo del mundo que no está en absoluto terminado y que está confiado a la impersonal sabiduría cósmica como Principio Ordenador. Este es el rostro con el que el Dios personal y eterno se hace presente en el tiempo.

    Nuestro mundo está en evolución. No le es dado a nuestra experiencia un estado del mundo que no sea aquel caracterizado por una incesante mutación. El mundo consiste en un proceso continuo, en un devenir inagotable. Escribía Teilhard de Chardin en 1933: «El mundo se está construyendo: es la verdad fundamental que hay que comprender bien desde el principio, hasta que se vuelva una forma habitual y en cierta manera natural de nuestros pensamientos».2 Sin embargo, para muchos católicos la forma habitual y natural de pensarlo todavía hoy sigue siendo la otra: que el mundo ya está construido y que se trata sólo de conservar intacta su naturaleza. Pero no es así. Tenemos que imprimir con valor en nuestra mente la verdad de las cosas, que el mundo se va construyendo, y lo hace según una lógica que no se ocupa de los individuos y que llega a modificar la naturaleza. Es la misma naturaleza la que se modifica a sí misma. La lógica natural que gobierna el mundo tiene como fin, sí, la aparición de la persona (porque esto es lo que ha sucedido y hay que reconocerlo), pero trabaja mediante medios y modos de tipo impersonal. Dicho de otra manera: la lógica natural que guía el mundo tiene como fin la libertad, pero como instrumento la necesidad.

  • 127. Resumen de las consecuencias teológicas: creación, revelación, salvación
  • Mi tesis comporta una serie de consecuencias teológicas sobre la doctrina teológica tradicional. He repensado la soteriología radicalmente, independizándola de un evento único del pasado y ligándola por el contrario a la lógica ordenada del ser, cuya traducción a nivel interpersonal es la justicia. Estoy convencido de que la salvación del alma no depende de la adhesión de la mente a un evento histórico exterior, sea la muerte de cruz de Cristo, ni mucho menos depende de una gracia misteriosa que desciende del cielo eligiendo a unos y eludiendo a otros, sin más criterio que un querer insondable que haría de la vida una lotería. La salvación del alma depende de la reproducción a nivel interior de la lógica ordenadora que es el principio divino del mundo. En esta perspectiva la creación viene a convertirse en el más decisivo tratado teológico, a cuya luz hay que repensar todos los demás. Yo sostengo que no hay nada de la revelación histórica ocurrida hace 2.000 años (o más del doble si se parte de Abraham) que añada algo esencial desde el punto de vista soteriológico a la aparición del hombre a imagen de Dios ocurrida hace 160.000 años. Y al decir esto me siento acompañado por Tomás de Aquino cuando afirmaba la imposibilidad de que «una verdad de fe pueda ser contraria a los principios que la razón conoce por naturaleza», porque, prosigue el doctor communis, el conocimiento de los principios conocidos por naturaleza nos ha sido infundido por Dios, al ser el autor de nuestra naturaleza… por lo que cualquier cosa que sea contraria a tales principios es contraria a la sabiduría divina y no puede venir de Dios. Las cosas que, sobre la base de la revelación divina, se aceptan por fe no pueden ser por lo tanto contrarias al conocimiento natural3.

    Con estas palabras parece evidente cómo el mayor teólogo católico, en este importantísimo pasaje de su producción, pone en los principios conocidos por naturaleza el criterio con el cual podamos leer y analizar la revelación histórica y no viceversa (sólo así, por lo demás, se explica la importancia decisiva que Aristóteles asume en su pensamiento).

    La resurrección de Jesús, a la que me adhiero en la fe confiada a los testimonios bíblicos y a la tradición de la Iglesia que me entrega sus escritos, no tiene ninguna consecuencia soteriológica, ni subjetivamente, en el sentido de que salvaría a quien se adhiere en la fe ya que que la salvación depende únicamente de una vida buena y justa; ni objetivamente, en el sentido de que sólo después de la resurrección habría cambiado algo en la relación entre Dios y el género humano. En primer lugar, no es la resurrección de Cristo la que vence a la muerte. Sólo ha sido un signo deslumbrante de que, cada vez que muere un hombre justo, la victoria sobre la muerte se hace posible a través de leyes divinas que gobiernan el proceso cósmico. La resurrección de Jesús es una imagen concreta del destino final que espera a cada justo, es una señal de lo que sucederá a cada persona. No puede haber nada de extraordinario y de inaudito cuando se trata de Dios. Sólo lo universal es el lenguaje de lo divino.

  • 128. Resumen de las consecuencias teológicas: los novísimos
  • En lo que concierne a la escatología, mi teología ya no interpreta la muerte como resultado del pecado ni como una amarga invención de la envidia de Satanás. La muerte más bien es vista como un suceso natural que reconocemos necesario en el desarrollo de la vida y hacia el que no hay que alimentar ningún temor. Aprender a morir sin miedo es uno de los objetivos más altos de la vida espiritual.

    La visión beatífica en la que consiste la vida eterna la entiendo como divinización, como transformación ontológica de la persona en puro espíritu, como ingreso en la dimensión del ser que pertenece a la divinidad, sin que por el contrario cada persona pierda su especificidad personal, su nombre, su identidad, su historia, que también forma parte del camino del ser.

    La doctrina tradicional de la resurrección de la carne intenta apoyar esta perspectiva que afirma la continuación de la vida personal, pero en sí no tiene ninguna posibilidad de sostenerse ante un congruente concepto de eternidad que conlleva necesariamente la ausencia del tiempo y también del espacio.

    Niego el infierno como condenación eterna (concepto que considero teológicamente indigno, lógicamente inconsistente y moralmente despreciable), pero lo considero pensable según dos modelos: o como condenación temporal según sostiene la doctrina de la apocatástasis, o como disolución en la nada, como aniquilación. Personalmente concluyo, después de haber mostrado las razones de una y otra perspectiva, que no estoy en disposición de establecer cuál de estas dos alternativas sea según la lógica la más sostenible.

    El purgatorio lo pienso como purificación del alma inmediatamente después de la muerte y en esta perspectiva adquiere particular valor a mis ojos la oración de intercesión por los difuntos, que considero una cumbre de la vida mística y espiritual.

    La parusía, finalmente, hay que remitirla a la muerte que espera a cada persona; cuando a nuestro ser, compuesto de tiempo y espacio, se le desvelará la dimensión del ser sin tiempo y sin espacio.

    En cuanto al número de los novísimos, está perfectamente claro que hay uno y sólo uno: la eternidad del paraíso, la divinización de toda la naturaleza-physis, porque el ser-energía es, y no puede no ser, unitario.

  • 129. Ser mujeres y ser hombres
  • De todo esto se sigue un volver a pensar el cristianismo que continúa la línea de «refundación de la fe» que he emprendido en mis dos libros precedentes. A muchos católicos mi pensamiento les parecerá un precio a pagar demasiado alto, como escribió mi amigo Gianni Baget Bozzo al hacer la recensión de Per amore4.

    Recuerdo que una tarde al terminar una conferencia un señor me dijo que por lo que había comprendido e intelectualmente compartido de las críticas de Simone Weil a la doctrina de la Iglesia, él habría seguido en todo a la Iglesia. No recuerdo qué le respondí, pero en el coche de regreso a casa me vino a la mente la célebre frase de san Agustín: «Yo mismo no creería en el evangelio, si no me empujase a creer la autoridad de la Iglesia católica»5. Existen personas para quienes el principio de fidelidad a la autoridad es lo más importante, más que la luz de la conciencia, y si la Iglesia jerárquica dice que una cosa es negra, ellas, como quería Ignacio de Loyola, dirán que es negra aunque la vean blanca. Se trata de una actitud que se encuentra también en otras partes, por ejemplo en política, donde también existen parroquias, dogmas, autoridad. Hay en el alma humana una necesidad de pertenencia que es muchas veces más fuerte que la exigencia de verdad.

    Es evidente que para quien construye su vida de fe sobre el principio de autoridad, mi teología es inaceptable. Espero, sin embargo, que para aquellos creyentes que hacen de la verdad y de la honestidad intelectual el motivo de su fe, mi teología pueda representar una ayuda para creer en Dios y en la vida eterna sin huir de su propio tiempo. Mi verdadero interlocutor, lo he dicho al principio, es la conciencia laica, la dimensión de la conciencia que busca la verdad por sí misma, rechazando vincularse apriorísticamente a cualquier catecismo. A esta conciencia le he querido presentar en qué se fundamenta mi concepto de alma y su inmortalidad. Se podrá disentir de muchas conclusiones, como hace el cardenal Martini en la carta que me ha escrito y que aparece como prefacio, pero abordarlas, si se hace con un espíritu sereno y honesto, podrá quizás producir un aumento de orden y de información en el interior de la doctrina católica y de las conciencias individuales.

    Creo que el ejercicio de la razón es la única condición para que el discurso sobre Dios pueda hoy seguir presentándose legítimamente como discurso sobre la verdad. Esta es la realidad última que está en juego cuando se habla de Dios: la verdad. Las historias lejanas de las que habla la Biblia, comprendida la de Jesús crucificado y resucitado, tienen sentido sólo si conducen al alma a la vida aquí y ahora, a encontrar en ella misma la presencia de Dios aquí y ahora, en este «enorme matadero» que es la historia universal. La conciencia creyente se vuelve libre y madura, capaz de generar madurez y libertad a su alrededor, cuando reconsidera lo que la teología tradicional llama fides quae creditur, es decir, los contenidos de la fe y los lee como enseñanzas profundas sobre la condición humana, que deben ser actualizadas y reinterpretadas día a día, no como relatos históricos objetivos de un lejano pasado, destinado inexorablemente a ser cada vez más lejano y más pasado.

    Si los contenidos de la fe fuesen de verdad algo objetivo, una vez recibida la fe por gracia deberían imponerse a todos, de la misma manera que 2 + 2 son 4, sin dejar la menor duda de que cualquier otro resultado diferente a 4 es equivocado. Pero para la fe no es así, no lo ha sido nunca, testimonio de ello es esta escandalosa división de los cristianos en múltiples Iglesias que no están en comunión entre sí.

    Cuando se trata de la eternidad y del modo como nuestra alma puede volverse digna de ella no se nos puede imponer una respuesta objetiva. Por esto es necesario una continua interpretación, un trabajo crítico, honesto, racional, para buscar siempre y de cualquier modo una sola cosa, la única que salva: la verdad. Por lo demás, sólo así se cumple un acto verdaderamente eclesial, aumentando la tasa de verdad presente en el organismo de la comunidad eclesial.

    La verdad es la luz y si nosotros estamos aquí, si tiene un sentido nuestro existir en la Tierra, es para entregarnos a la verdad, para servirla, hospedarla en nosotros y permitirle purificar nuestra interioridad. Todo el pomposo aparato de basílicas y catedrales, de jerarquías eclesiásticas con curiosos solideos violeta, rojos y blancos, de años santos, indulgencias y jornadas mundiales, de facultades de teología, consistorios y cosas de este tipo, así como también el humilde aparato de monasterios silenciosos, de iglesias urbanas e iglesitas rurales, santos sacerdotes y heroicas hermanas diariamente al servicio del bien, oratorios donde se juega y, según su nombre indica, se aprende a rezar (como aquel donde yo he tenido la suerte de crecer): todas estas cosas y muchas otras más que mi religión ha producido, tienen un solo sentido: ser sabiduría al servicio del alma y de su destino. Si la fe no hace esto, si no genera una sabiduría para el alma, liberándola y colmándola de felicidad, de vida santa, de mirada serena sobre sí misma y sobre el mundo, es vana. Puede ser hasta dañina. Mejor un ateo feliz y honesto que un creyente infeliz y deshonesto. El objetivo es la plenitud de la humanidad, de la que la fe es sólo un instrumento. Dios, el Principio del ser, no nos ha creado para creer, nos ha creado para ser. Para ser mujeres y hombres, felices y orgullosos de ser portadores en el mundo de su energía positiva y ordenada, para generar a nuestra vez positividad y orden bajo la forma de justicia y de fidelidad. Si ser creyentes sirve para hacernos así, vale la pena serlo; si no, no. Mejor sería en ese caso desembarazarse de la fe y de todo su pesado aparato. Mejor desnudos ante el ser y su misterio que víctimas revestidas de ignorancia, superstición, servilismo.

    Creo que el cristianismo contiene en sí ese camino por el que mi ser humano, siguiéndolo, llega a su plenitud. Lo digo basándome en el hecho de que su núcleo vital es el amor. El amor no es un simple sentimiento, sino la estructura ontológica del cosmos, de la que es función el sentimiento. Si los seres humanos se enamoran y aman, si quieren dar y recibir amor, si cada cual en la vida está en busca aunque sea solamente de una auténtica caricia (una mano que te acaricia por lo que eres tal vez contiene ya todo), si dentro de nosotros habita y se mueve este sentimiento de amor es porque el Principio Ordenador del mundo -del que venimos por el hecho de ser una parte del mundo- viene a su vez del Amor permanente que es el Dios personal. Si los seres humanos aman no es porque estén locos o sean unos ilusos, como dice con amargo escepticismo quien ya no cree en la vida, sino porque el ser del mundo contiene ya en sí las premisas del amor, al consistir en relaciones ordenadas, desde las ondas-partículas subnucleares a las madres de los animales y de los seres humanos. Amor significa orden y orden significa fuerza. El amor verdadero es fuerte, no teme, resiste. «El amor es fuerte como la muerte», dice el Cantar de los cantares (8, 6); más aún que la muerte, he sostenido yo en estas páginas.

    Amar la vida. Al final todo consiste en eso. Hay que mantener vivo el espíritu de la infancia, la forma primigenia con la que la naturaleza nos ha engendrado. El mensaje de este libro es que la vida no traiciona y se da en premio a quien a su vez no la traiciona. Dice la sabiduría de Israel: «Quien busca la justicia vivirá» (Proverbios 11, 19). Basta sólo ser justos. Eso es todo, algo muy sencillo que cada persona ve por sí misma. Simplex sigillum veri.


    1 Thomas F. Torrance, Einstein and God. Center of Theological Inquiry, www.ctinquiry.org. Está claro que por su enorme poder espiritual, la música puede elevar el alma a la esfera divina, pero también precipitarla en las pulsiones más disgregadoras.

    2 Pierre Teilhard de Chardin, L’Énergie humaine, p. 63; La energia humana, tr. de Enrique Boada, Taurus, Madrid 1967.

    3 Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, I, 7; tr. Jesús Mª Pla Castellano, BAC, Madrid 1952, p. 109.

    4 Ver Il Giornale del 6 de marzo de 2005.

    5 Agustín, Réplica a la carta de Manés, llamada “del Fundamento”, 5, 6; Texto latino: «Ego vero Evangelio non crederem, nisi me catholicae Ecclesiae commoveret auctoritas» en www.augustinus.it

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