Este hombre era un cómico mediocre, pero entusiasta. Tenía la ambición de llevar la alegría a todo el mundo. Sentía dentro de sí un Espíritu vital, optimista, que quería difundir sobre el público que asistía a sus representaciones.

Este hombre se sentía un poco frustrado, porque es verdad que los niños se reían mucho y aplaudían; pero los adultos parecían distantes, sólo asistían por complacer a sus hijos. Él no estaba satisfecho porque sabía que llevaba dentro el Espíritu de la alegría; sólo tenía que encontrar el modelo, la forma de hacerla llegar a todos.

Un día se le ocurrió imitar a Charlot. Tuvo un gran éxito. Los niños aplaudían como locos. Sus padres sonrieron. Ha sido un número inteligente, tierno con los marginados, comentaban.

Este hombre comprendió que había encontrado la forma de expresar el Espíritu que llevaba dentro. Fue perfeccionando sus imitaciones de Charlot. Comprendió que no bastaba con imitar a Charlot en el escenario. Para comprenderlo bien era necesario vivirlo durante las 24 horas. Su corazón estaba inquieto hasta identificarse con él.

Su fama iba extendiéndose hasta los confines de la tierra. Chicos y grandes disfrutaban el Espíritu de Charlot. Surgieron otros imitadores que también tuvieron éxito. Y este hombre se alegraba de que el Espíritu de la vida y de la alegría se difundía más y más.
Los hombres –decía- tenemos muchos motivos para ser pesimistas; sólo lo superamos si tenemos un entusiasmo, un Espíritu que nos impulse a vivir la Vida.

Un día se convocó un concurso de imitadores de Charlot. Este hombre se presentó al concurso y ganó el primer premio. Al terminar la ceremonia le salió al encuentro el que había obtenido el segundo premio; éste le felicitó y se fundió con él en un gran abrazo, como un padre que encuentra a su hijo.

Este hombre quedó sorprendido por lo magnánimo de aquel otro Charlot y le preguntó

- ¿Tú quién eres?
- Yo soy Charles Chaplin