Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Érase que se era

21-Septiembre-2006    Atrio
    El lunes pasado publicó El Correo este artículo de Manuel de Unciti, sacerdote, viejo amigo, veterano periodista y maestro de periodistas. Abordaba en él un tema que hace tiempo queríamos presentar en ATRIO, la ordenación del nuevo obispo de Palencia, José Ignacio Munilla, primero que sale e la cantera del Seminario ultraconservador que fundó en Toledo el cardenal Marcelo González. Los integristas están exultantes. Otros estamos preocupados. Otros recogen datos y debaten sobre este obispo de “nuevo cuño”.

ÉRASE QUE SE ERA

MANUEL DE UNCITI /SACERDOTE Y PERIODISTA

Érase que se era’ Un joven donostiarra que, a la edad de 18 años, se decide a ser cura. No le convence, sin embargo, ni la formación clerical ni la enseñanza moral y teológica del seminario diocesano de Donosti. Entiende -desde fuera- que entre los formadores y profesores de ese centro hay un exceso de progresismo postconciliar y un si es no es de arrebato nacionalista. El quiere un seminario que, anclado en la mejor tradición de la Iglesia, le ofrezca doctrina teológica y moral segura en un cien por cien. Y un seminario, además, donde se profese un acendrado amor a España.

No está solo en estos quereres. Por esas mismas fechas otros muchachos vascos -digamos cinco, digamos siete- que desean ser sacerdotes andan a la búsqueda de un centro de formación sacerdotal que les ofrezca garantías. Alguno de estos jóvenes, más sincero o más simple, anda por ahí diciendo que él quiere un seminario donde se siga la antigua norma de que los seminaristas de los cursos de filosofía y de teología vistan la sotana clerical. «No es un capricho», explica su amatxo a las amigas de la familia, más que conocida ésta, por cierto, en la sociedad donostiarra. «Mi hijo aprecia en ese detalle la garantía de que la formación que se le impartirá se atendrá de arriba abajo a la mejor ortodoxia de la Iglesia, sin ceder un tanto así a los vientos incontrolados que ha desatado el Vaticano II». Las amigas de la familia comentan que el chico, candidato a ser sacerdote, tiene toda la razón de este mundo porque «dónde se ha visto que los seminaristas vistan de cualquier manera, descamisados, con pantalones vaqueros, los pelos largos». «Claro, luego sucede lo que sucede; que ya se han encontrado a más de un seminarista en la discoteca », es la frase, contundente, con que se pone -por el momento- fin a esta conversación.

No todos los jóvenes guipuzcoanos que andan por esas fechas a la búsqueda de un seminario como Dios manda mantienen un discurso tan simplista como éste. No. Son -hay que subrayarlo- jóvenes que desean sinceramente ser un día sacerdotes y sacerdotes ejemplares; ’sacerdotes santos’, habría que decir según el uso tradicional, si este calificativo no estuviera hoy un tanto depreciado tras la reciente riada de beatificaciones y canonizaciones que ha caracterizado el largo período del anterior pontificado. No advierten suficientemente, sin embargo, que la primera exigencia del ministerio sacerdotal al que aspiran es la leal comunión con el obispo que preside la iglesia diocesana a la que, por nacimiento o domicilio familiar, pertenecen. El seminarista que aspira al sacerdocio ha de saber que el ministerio sólo puede ser entendido como una colaboración noble y esforzada a la tarea pastoral del que preside, como obispo, una concreta iglesia particular. Los francotiradores, por valiosos y hasta geniales que sean, no tienen cabida en un ministerio que se define como jerárquico. No parece, por esto, que fuera demasiado plausible la decisión juvenil de buscar cobijo y acomodo bajo otros cielos distintos y distantes a los de Donosti. Rechazar al obispo que a uno le ha tocado en suerte, no es ningún buen comienzo para un servicio que tendrá que ejercerse en comunión con el pastor que esté, legítimamente, en su día al frente de una diócesis. !La que sea!

‘Erase que se era’ El seminario elegido por estos y otros entusiastas jóvenes donostiarras y guipuzcoanos fue el de la ciudad imperial de Toledo. Se encontraron en la archidiócesis primada de España con varios centenares de otros jóvenes como ellos venidos de todos los rincones de la patria, y hasta no pocos de las tierras latinoamericanas. El de Toledo era por aquellas kalendas y bajo la rectoría del cardenal Marcelo González Martín, el seminario que contaba con el mayor número de alumnos de toda la nación; quizá, incluso, de todo Europa. Mientras muchos otros seminarios diocesanos tenían que cerrar sus puertas -o casi cerrar-, el de Toledo reventaba por los cuatro costados. La archidiócesis tuvo que habilitar varios edificios, además del central, porque sus costuras no resistían más la embestida de tantos jóvenes que querían ser curas. ¿Cómo así?

Fueron numerosos, valga por caso, los obispos latinoamericanos de acentuado integrismo que se determinaron a enviar al seminario de Toledo a los jóvenes aspirantes al sacerdocio que ofrecían mejores perspectivas. Eran los tiempos -postconciliares- en los que la teología de la liberación hacía ‘estragos’ por las diócesis y parroquias de todo Latinoamérica. Incapaces de neutralizar el virus que, según esos obispos, minaba la buena salud espiritual de sus seminarios diocesanos, volvieron su mirada al de Toledo. Ya para entonces había adquirido fama de ser un valladar firme y seguro contra cualquier veleidad modernista. La personalidad del cardenal primado se agigantaba ante sus ojos como la de un intransigente defensor de la mejor ortodoxia tradicional.

Pero no era ésta la única razón del éxito del seminario archidiocesano de Toledo. Había otra y de mayor calado. El ambiente del mundo moderno -con sus tensiones ideológicas y políticas, con sus continuas incitaciones a un cierto desmadre sexual, con sus divorcios, con su laxitud de costumbres, con su materialismo galopante - se les hacía irrespirable a algunos jóvenes cristianos. El seminario, por el contrario, se les antojaba como un cálido remanso de paz, como un fresco oasis. Eran las de estos jóvenes vocaciones nacidas del hastío y hasta del miedo al mundo de hoy; vocaciones de evasión. Pero, dada esta su condición de espíritu, ¿podrían estos jóvenes llegar a ser un día los curas buenos y santos que se habían forjado en su imaginación? El sacerdocio en la Iglesia está concebido para la evangelización, para meterse en las entrañas del pueblo, para mancharse las manos. «No pido, Padre, que los saques de este mundo sino que los libres del mal», dice la oración de Jesús de Nazaret por sus apóstoles.

Y lo más triste de todo es que, sin amor al mundo, a esta tierra que Dios nos ha dado, uno no puede ser sacerdote. «Mi gozo consiste en estar con los hijos de los hombres». El sacerdocio nacido de la evasión se traducirá muy pronto en censura, en crítica sin demasiados miramientos, en integrismo puro y duro.

‘Erase que se era’ Algunos de estos jóvenes, cuando todavía estaban en el seminario de Toledo, se toparon con un jesuita vasco, muy ‘devoto’ -así se dice- del Sagrado Corazón de Jesús. Era un jesuita que, descontento de los nuevos rumbos que iba tomando la Compañía de Jesús bajo el mandato o dirección del padre Pedro Arrupe, había enredado más de la cuenta, en Madrid y en Roma, para dar paso a lo que él -y otros jesuitas con él- calificaban de ‘vera’ Compañía. Pretendía que a los jesuitas que lo desearen se les autorizara a vivir según las normas y las reglas de las Constituciones de la Compañía con la disciplina y austeridad que requería el seguimiento sin concesiones del espíritu de san Ignacio de Loyola. Se trataba de regenerar un cuerpo religioso que les parecía desvitalizado y bastante alejado de la inspiración del santo fundador. Tras muchos dimes y diretes, Roma no dio su ‘placet’, a pesar de que la iniciativa llegó a contar con el aval de algunos obispos españoles.

Los seminaristas del círculo del jesuita en cuestión se juramentaron bajo el santo y seña de ‘Loyola’. El nuevo grupo les serviría de acicate para su vida espiritual y para el fomento de una amistad fraterna, puesta toda su confianza en el Corazón de Jesús. Pero el grupo, poco a poco, como insensiblemente, fue adquiriendo el perfil de un grupo de presión. Se hace presente en las reuniones de los sacerdotes y sus componentes intervienen de acuerdo a directrices que han asumido entre ellos.

Y el ‘érase que se era’ final cuenta cómo un componente de este ‘Grupo Loyola’ ha sido promovido a obispo de una histórica diócesis castellana. Las malas lenguas murmuran que su estancia en Palencia no será larga. En cuanto se produzca una vacante en Euskadi regresará a su tierra. Pero el perfil de su espíritu ¿es el que mejor le va a la gente de aquí? Hablar el euskera es importante; ¿es suficiente?

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