Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

LUCIDEZ Y LIBERTAD DE DIEZ ALEGRÍA

26-Diciembre-2005    Atrio
    Le admiramos y le queremos desde hace tanto tiempo. Es uno de los tres José María que más acompañaron a las comunidades de base en el primer posconcilio. Llanos y González Ruiz ya se fueron. Diz Alegría conserva su mente, su fe, su esperanza y su palabra libre.

    El sacerdote y ex jesuita gijonés José María Díez-Alegría Gutiérrez, de 95 años, recibirá el próximo junio la distinción de hijo predilecto de la ciudad. «Si sigo como hasta ahora, iré para la entrega el día de San Pedro», comentó ayer a este periódico en conversación telefónica. Aunque con dificultades en las piernas, Alegría mantiene intacta su memoria y raciocinio. «A ver, vengan preguntas», dice al comienzo de la entrevista este teólogo comprometido que también fue designado por LA NUEVA ESPAÑA «Asturiano del mes» de septiembre. Lo entrevista Javier Morán

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-¿Cómo analiza las tensiones entre Iglesia y Gobierno ?

-Es completamente falso que este Gobierno esté oprimiendo a la Iglesia. Todavía le da un sostén enorme, verdaderamente. Los obispos y los curas tenemos libertad política, como los demás, pero eso de los obispos de lanzarse a la calle con opciones políticas no es su papel. Creo yo.

-¿Cómo evolucionará la tensión?

-Confío en que a mejor, a pesar de las presiones y de los insultos a los que está sometido el Gobierno por parte del PP, perfectamente respetable para mí, por supuesto. Pero me parece que el PP tiene una manera de ejercer la política que es de una falta de educación verdaderamente horrorosa. El Gobierno resulta mucho más cortés. En cuanto a la Iglesia, que estas cosas no vayan a peor más lo espero del Gobierno que de muchos de los obispos. No digo de todos.

-¿Escucha la COPE?

-No, nunca la he escuchado.

-¿Por qué?

-Oigo muy poca radio, y televisión no veo más que una vez al día un noticiario. Radio no tengo. Estoy un poco sordo. Además, es que yo soy lector de prensa. Decía Karl Barth, el gran teólogo protestante, que sus dos lecturas para prepararse a la oración eran la Biblia y la prensa.

-¿Qué periódicos prefiere?

Prefiero no decirlo, pero los muy de derechas, no. >

-En 1955, siendo usted profesor de ética en el Teologado de los jesuitas de Madrid, experimentó un crisis intelectual sobre los contenidos de la moral católica. ¿En qué consistió?

-La ética católica más común afirmaba que la propiedad privada era de derecho natural y, por tanto, consideraba que toda forma de socialismo era inaceptable. Entonces, estudié a los santos padres y la filosofía católica medieval y vi que más bien lo más natural es que los bienes que hay en el mundo sean para todos, y la propiedad privada es aceptable como derecho con tal de que tenga mucho carácter de moderación y de sentido social.

-Se cumplen 40 años del Concilio Vaticano II, que usted vivió como profesor de la Universidad Gregoriana de Roma.

-Digo humorísticamente que fui espectador en entrada de barrera. Muchos de mis compañeros y amigos eran peritos del Concilio, o de los obispos. Tuve una pequeña intervención indirecta a través de otros teólogos.

-¿Vigencia del Concilio?

-Fue una inspiración de Juan XXIII, hombre de un espíritu enormemente cristiano, evangélico, con una gran libertad de espíritu y con un sentido bondadoso. Él abrió un Concilio pastoral, de gran apertura, de diálogo, de comprensión, de poder decir palabras que alentaran a la gente de su siglo. Murió este Papa después de la primera sesión, y vino Pablo VI, que había sido en la curia de los pocos que veían muy positivamente a Juan XXIII. Pero no tenía la libertad de Roncalli. Tenía más miedos y el sentimiento de que había que mantener la autoridad del Papa. La mayoría de obispos del Concilio estaba en la línea de Juan XXIII, pero había una minoría fuerte en contra, en la cual estaba casi toda la curia. De ahí que el Vaticano II respondió a lo que quería Juan XXIII, pero dejando algunas cosas con bastante ambigüedad. Al acabar el Concilio, había dos posiciones. Unos pensaban que era un punto de partida para seguir avanzando. Yo, modestísimamente, porque era un teólogo de tercera categoría, estaba en esa línea. Y otros pensaban que el Concilio era el máximo a lo que se podía llegar y que había que interpretarlo siempre más bien en sentido restrictivo.

-¿Juan Pablo II y el Concilio?

-Lo encuentro un Papa muy contradictorio, porque, por una parte, en sus discursos decía cosas proféticas enormemente abiertas, pero luego, la Congregación para la Doctrina de la Fe decía cosas muy conservadoras.

-Uno de los documentos más polémicos del Concilio fue la declaración sobre la libertad religiosa, sobre la que usted escribía en esos años.

-Esa declaración dice que el derecho fundamental de la persona a la libertad religiosa consiste en que se vea libre siempre de presiones jurídicas o sociales para dar su adhesión a una fe o para retirarla. Si eso lo hubiera guardado siempre la Iglesia, si no hubiera habido conversiones forzadas y colonizaciones que imponían una religión, si no hubiera habido Inquisición y penas de muerte por herejía, ¿se habrían producido esas sociedades totalmente católicas o protestantes? Pues no. Si ahora hemos aceptado la libertad religiosa, tenemos que admitir que disminuya el número de cristianos, porque muchos estaban forzados a mantener su fe por presiones tremendas. De modo que tranquilidad. Hablando como un modestísimo creyente, pero profundo creyente que soy, tiene la palabra el Espíritu Santo y la libertad humana, y las dos cosas son un poco misteriosas. Para mí, la mayor esperanza es el Espíritu Santo, pero hay que dejarle a su aire. Ya dice el Evangelio de San Juan que el Espíritu sopla donde quiere, no donde quieren los jerarcas eclesiásticos.

-En 1972 sufre usted una grave enfermedad de la que nace el libro «Yo creo en la esperanza», por el que tiene que abandonar la Compañía.

-Tenía síntomas de lesión medular y estuve 22 días esperando para saber si era esclerosis por placas o era una artrósis de vértebras. Si era esclerosis, significaba morir a los dos o tres meses. Durante esos 22 días hice una especie de ejercicios espirituales, yo solito, conmigo y con Dios, y llegué a ponerme en manos de Dios aceptando la muerte o la vida. Cuando hubo un diagnóstico, salió que tenía una cosa de vértebras y se podía arreglar con cirugía. Para entonces, yo había conquistado una libertad muy grande. Las cosas que puse en este libro las había ido diciendo antes, pero nunca con tanta claridad, porque en la Iglesia los sacerdotes y los teólogos oficiales tenían presiones para no sacar los pies del plato. Yo tenía sesenta años y quise dar un testimonio de cómo vivía la fe y me parecía que podía ayudar a otros y que eso agradaba a Jesús, que es nuestro verdadero jefe y cabeza y Señor.

-¿Qué cosas causaron más polémica?

-Venía a decir que realmente la Iglesia católica, pero en general todas las iglesias cristianas, habíamos traicionado al Jesús del Evangelio, al Jesús de un Reino de Dios que es buena noticia para los pobres. Las iglesias no son una buena noticia para los pobres. A lo largo de la historia, ha habido una cantidad enorme de cristianos que inspirados en el Evangelio han sido una buena noticia para los pobres, pero las estructuras como tales de las iglesias se parecen poco al Jesucristo del Sermón de la Montaña y al Jesús del Calvario, que le matan por ser amigo de los pobres y por denunciar las injusticias y el amor desordenado al dinero y todas esas cosas.

-¿Le pidió el general de la Compañía, Pedro Arrupe, que no publicara el libro?

-Lo que me pedía es que lo sometiera a la censura eclesiástica. Arrupe estaba en conflicto con el Vaticano, que estaba en contra de la Teología de la Liberación en Latinoamérica. Sin mandárselo, el Vaticano deseaba que Arrupe obligara como fuera a esos jesuitas a callarse. Arrupe, que como Juan Pablo II viajó mucho, había visto lo que hacían estos teólogos de la liberación y nunca quiso entrar contra ellos, sino que les recomendaba prudencia y les dejaba obrar.

-¿Por qué abandonó usted la Compañía?

-Cuando salió mi libro era una complicación nueva. Yo siempre le dije al padre Arrupe que no quería molestar en la Compañía y que para mí era un deber de conciencia publicar el libro y que si hacía falta me marchaba. Pero él no deseaba que me fuera, pero quería impedir o retrasar la publicación. Al final, Arrupe comprendió lo mío y vio bien que me marchara, pero me dijo que las casas de la Compañía seguían todas abiertas para mí y yo he seguido. Por eso me llama Lamet en su biografía «un jesuita sin papeles», porque he continuado viviendo en las comunidades de la Compañía en calidad de sacerdote diocesano que está fraternalmente unido a los jesuitas.

-¿Valió el libro ese precio?

-Sí. Mucha gente me ha dicho que llevaba eso dentro y no conseguía decirlo, pero el libro les ayudó muchísimo.

-¿Qué destaca de su experiencia en el Pozo del Tío Raimundo?

-Fue extraordinario. Eran gente trabajadora, venidos de los pueblos, y muchos de ellos del bando de los vencidos. En tiempos del franquismo, para un sacerdote católico, hablar de tú a tú con los pobres y, sobre todo, con los pobres de la España republicana, era muy difícil. Si eras buena persona, te querían, pero siempre eras de los otros. De estar con la gente en el Pozo aprendí más que en mis doctorados en Filosofía y en Derecho, y de mi licencia en Teología.

-Se dice que el régimen tenía manga ancha con Llanos y con usted.

-Más con Llanos. Yo digo de él, con mi sentido del humor, que era un hombre genial y le pasaba como a Picasso, que tuvo su época azul y su época roja. Llanos, efectivamente, al principio del régimen franquista, tuvo simpatía y trabajó con los elementos jóvenes de la Falange, como Dionisio Ridruejo, que luego acabó también en desgracia. Pero Llanos tenía una preocupación muy grande por estar con los pobres y eso le hizo ir al Pozo y cambiar.

-¿Le echaron a usted un cable sus hermanos militares, Manuel y Luis, en algún conflicto?

-No. Mis hermanos no eran políticos y eran de sentimientos humanos bastante correctos y no ambiciosos. Nos queríamos mucho y había una especie de acuerdo tácito: ni yo pretendía influir en ellos, ni ellos en mí, porque comprendíamos que nuestros caminos eran muy distintos.

-Sus hermanos participaron en la Guerra Civil y después contribuyeron a la Transición.

-En los años treinta, los buenos católicos eran naturalmente conservadores, salvo excepciones rarísimas. Había una especie de colusión del catolicismo con el conservadurismo social y, sobre todo, había anticomunismo. La revolución comunista en Rusia tuvo cosas horrorosas, pero el español era un anticomunismo visceral y sin distingos, que al mismo tiempo les hacía ser procapitalistas. Antes de los estudios filosóficos y teológicos y de mi crisis, yo también era conservador. Mis hermanos, en cuanto yo puedo saber, no intervinieron en la preparación del golpe militar de 1936, ahora, cuando estalló el golpe se adhirieron por la idea que tenían de que la República estaba a las puertas del comunismo. Hicieron la guerra y uno de ellos, Luis, estuvo en la División Azul. Aunque nunca lo hablamos expresamente, tengo la idea de que ellos no veían bien la dictadura de Franco. Pero tampoco se metían en política. Se callaban. Tuvieron buena carrera militar. Dentro del ejército eran jefes humanos. Tras la muerte de Franco, Manuel, jefe del alto Estado Mayor, no tenía mando militar, era un cargo técnico. Más bien influyó en que hubiera serenidad, por su sentido moderado. Y, por supuesto, cuando el golpe de Tejero, ellos estaban completamente con la democracia y avergonzados de todo aquello. Eran militares civilizados y moderados. Eso es lo que yo creo.

-Santiago Carrillo iba a ser nombrado junto a usted hijo predilecto de Gijón pero el PP no dio su voto y él ha rechazado una distinción alternativa por falta de consenso.

-Me parece una actitud en Santiago Carrillo, que es amigo mío, de una dignidad extraordinaria.

-Usted fundó y presidió la Asociación Juan XXIII de teólogos, pero la mayoría de ustedes son personas muy mayores. ¿Desaparece el progresismo católico por motivos generacionales y predomina el conservadurismo?

-Eso tendrán que verlo los sociólogos. Yo estoy un poco al margen, encomendando a todos a Dios. Pero fíjese usted que en estos países del Occidente capitalista disminuyen mucho las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa. Los que hubieran sido abiertos están entre ésos que no entran en los seminarios y probablemente en otras épocas había muchas más vocaciones abiertas en lo social. Actualmente, aunque lo digo con matizaciones, las vocaciones son más bien de personas no demasiado radicales.

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