Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Vinieron de Oriente…

05-Enero-2007    Braulio Hernández
    Braulio es miembro de una comunidad renovada, la comunidad de Ayala, donde lo más importante no es ser cura o laico sino estar atento a las “señales del reino”, con las que Cristo se manifiesta (Epifanía) hoy. En este escrito -un poco largo pero jugoso- busca esta señal de renovación (la estrella) y al final la descubre en… unas niñas “venidas de Oriente”.[Nota: esta vez los numerosos enlaces se abrirán en la misma ventana: flecha atrás para volver al texto].

MENSAJEROS DE LA RENOVACIÓN

Hace un año, estrenábamos el nuevo 2006 con la noticia de la muerte, en la madrugada del 1 de enero, de Casiano Floristán, un cura navarro, fundador y animador de una comunidad, llamada de la Resurrección. Recordando su figura –y con la profunda esperanza de su presencia en la nueva dimensión- otro cura abulense, fundador y animador de otra comunidad renovada, le escribía a Casiano una carta de saludo, en su “despedida”: “¡Feliz Epifanía, Casiano! No sólo con símbolos, también con signos…”. Era la primera noticia importante del año en la Web de la Comunidad de Ayala.

Así presentaba el cura Jesús a Casiano: “Conocí a Casiano en Salamanca, a comienzos de los años sesenta. Yo era estudiante de Filosofía y él empezaba su fecundo trabajo al servicio de la renovación eclesial. Recuerdo la reacción de aquel viejo profesor dominico, que se preguntaba entre sorprendido y escéptico: ¿Qué es eso de la pastoral? En el fondo, se oponía a lo que pretendía el joven profesor navarro, llegado de Tubinga: descubrir los problemas que plantea la evangelización y buscar los medios para solucionarlos”. “Tengo entre mis manos unos de sus libros, El catecumenado (PPC, Madrid, 1972), que nos vino tan bien y tan oportunamente para realizar el necesario discernimiento del llamado, con impropia exclusividad, neocatecumenado, así como para promover la restauración catecumenal que había pedido el Concilio (SC 64)”.

El primer pastoralista de España y quinto de Alemania, como le llamaba honoríficamente J. J. Tamayo, “supuso una esperanza de renovación, pero también una fuente de tensiones con los sectores conservadores de la Universidad salmantina remisos a los aires renovadores. … Por ello fue objeto de críticas de los sectores conservadores del catolicismo español y de control del episcopado español” (La muerte de mi entrañable amigo Casiano, Eclesalia 3/1/06).

El reciente reportaje “Los otros curas” (El País/EPS domingo 17 de diciembre) muestra las historias de unos curas renovadores, que se resisten a la extinción de la primavera eclesial que trajo el Concilio; y que trabajan codo con codo con los laicos (quieren “superar el binomio curas-laicos”) por una Iglesia comunidad de iguales, frente al modelo tan jerarquizado, de castas, de la vieja cristiandad. Hay quienes trabajan por tejer una red de comunidades de cristianos “que busquen colocar el evangelio (el libro de instrucciones) en el centro de la Iglesia”; y que sufren porque sus obispos están con el paso cambiado, y han vuelto a los cuarteles de invierno. Alguno señala que muchos quieren la renovación, pero que no se atreven a levantar la voz porque “el problema es el miedo”: “temen las represalias de la Jerarquía … te pueden hacer la vida imposible”. Curas que viven su misión “ajenos a la alianza de su jerarquía con las políticas más conservadoras”; mostrando otra forma de ser Iglesia: “Una Iglesia que no se considera el centro de la sociedad… Que no se sienta en posesión de la verdad… Abierta, (que propone) que no regaña… Que trabaja por los excluidos… Que cree en un Estado aconfesional. Que apuesta por la autofinanciación (esto sólo es posible siendo comunidad, no cristiandad)… Que tiende puentes con otras culturas y religiones… Que no rechaza el proceso para el fin de la violencia en el país Vasco”. Y, yo añadiría, que no se sienta tan incómoda con el proceso de recuperación de la Memoria Histórica. Tener la humildad de pedir perdón, en lo que toca, aportaría credibilidad a la Jerarquía.

Casiano es muy reconocido por sus aportaciones a la renovación de la liturgia, un gran defensor de los símbolos: “En sus estudios sobre la liturgia y en sus celebraciones siempre huyó de la racionalización del misterio y buscó la aproximación simbólica a Dios. Para él la liturgia no era una forma ritual al uso, sino una actitud existencial en el horizonte de la crítica profética del culto y de su vinculación con la justicia; no era ritualidad mágica sino acción simbólica” (J. J. Tamayo). En una de las contadas frases de la, película-documental “El gran silencio” (mostrando al mundo la vida de los cartujos de La Grande Chartreuse, el monasterio de referencia de los Alpes), uno de los frailes protagonistas afirma: no podemos destruir los símbolos, porque son como las piedras de un edificio.

Qué duda cabe de la importancia de los símbolos. Con ellos nos identificamos: Pueden tener una fuerza tremenda (a veces terrorífica, cuando algunos se los apropian, incluso se puede llegar a matar y morir por ellos). Pero, al contrario que las señales, los símbolos los elegimos, los diseñamos y los creamos nosotros. Por eso adquieren su verdadero significado cuando, además, son ratificados por aquellas. Las señales se nos regalan, no son obra de nuestras manos: “No sólo con símbolos, también con signos… Es preciso escuchar”. (Feliz Epifanía Casiano). Como, se supone, hicieron los Magos de oriente: “acogen las señales y, también, la información que, por diversos caminos, les llega. Eso sí, con discernimiento”. (Interesante catequesis sobre los Magos y la estrella, con especial atención a la hipótesis e Keepler: Hemos visto su estrella).

Pero eso, en el fondo, lo mejor de la renovación, yo creo, lo recoge una cita de Pablo VI, el papa continuador de la labor de Juan XXIII, y que clausuró el Concilio: “En el fondo ¿hay otra forma de anunciar el Evangelio que no sea comunicar a otro la propia experiencia de fe?”. En el fondo, el que busca, lo que en realidad necesita es tener una señal, recuerda el cura Jesús. Pone como referencias a San Agustín, a Bartolomé de las Casas, y a Juan XXIII: tres ejemplos o modelos de experiencias de fe (de ámbito personal; de ámbito social -no exclusivamente-, y de ámbito eclesial). Ellos tuvieron sus señales: “De pronto oí una voz que salía de una casa vecina, voz de muchachito, o de muchachita, no lo sé bien, que cantaba, que repetía varias veces, ¡Toma, lee! ¡Toma, lee!…”. (ver La Palabra en los acontecimientos, en “Escuchar la Palabra, objetivo catecumenal ”).

Hablando de renovación, de símbolos, de señales (y de niños), recuerdo un detalle que viene a cuento, vivido hace unos días en la eucaristía de celebración de la Navidad. Estaban las lecturas de Isaías hablando de Los pies del mensajero anunciando la paz (Is 52,7-10) y Ya no se te llamará la abandonada… (Is 62,1-5). Como evangelio estaba San Juan hablando de la Palabra que acampó entre nosotros…aunque vino a su propia casa, y los suyos no la recibieron (Jn. 1, 1-18). En un momento de la celebración, una bebé, Sara Fuyi, se acercó espontáneamente correteando desde el fondo del pasillo hasta la mesa del altar, a dar un beso al cura. Y se sentó en su regazo. Momentos después, otras niñas, todas chinitas, todas con una historia detrás de abandono (y que fueron acogidas siguiendo un proceso de adopción guiado desde la escucha de la Palabra, como los Magos fueron guiados por la estrella), se acercaron al cura, repitiendo el mismo gesto de la pequeña Sara Fuyi. Fue un momento entrañable. Una imagen que valía más que mil palabras. Era algo más que un símbolo: era un signo, ratificado por sus historias de acogida repletas de señales. Son las historias del Buen suceso de Marina, la Historia de Sofía Bi Yi; la Historia de Clara Qiong; la Historia de Aurora Xiao. .. etc. etc. La última en llegar, hace tres meses, ha sido Sara Mei, la más pequeña, acogida, como Aurora, en una familia monoparental.

Llama la atención el poco espacio que dedican los obispos para hablar de las señales del reino. Generalmente se da más importancia a la cáscara, hay mucho celo por blindar la religiosidad popular. Se habla mucho más de los triduos, de las vigilias; del sagrario, de las imágenes; del mantenimiento de las tradiciones: de las ofrendas al patrono, de las romerías, de las peregrinaciones… (no pocas sustentadas en mitos o en leyendas: ¿la de Compostela?…). Y pisan el acelerador a fondo para exigir la religión como asignatura en la escuela pública, estando tan mermadas de niños las catequesis de las parroquias. Algunos incluso ponen un plus hablando de la indestructible unidad de la Patria. Y siempre hay una respuesta rápida ante cualquier iniciativa legislativa del Gobierno, o sobre una ley aprobada por el Parlamento (que tiene la obligación de legislar para todos), cuando no se ajustan a las claves católicas…

En todas nuestras eucaristías pedimos por nuestros obispos. Para que trabajen por el evangelio y hagan posible la primavera eclesial que trajo el Concilio, volviendo a los orígenes, a las fuentes. Pedimos para que la Palabra, el libro de instrucciones, sea el centro de la Iglesia. Pedimos por la “comunión en la Palabra” que es la que da sentido a la comunión eclesial tan demandada con la Jerarquía. Y damos gracias por las señales, las únicas que nos pueden anunciar la llegada del Reino. Pedimos para que los obispos sean motor de la renovación. Yo desde aquí les pido que, como otros laicos, sin estudios de teología ni expertos en derecho canónico, se pongan menos a la defensiva y practiquen más, como Almudena, el Dejarse llevar.

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