Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

La justicia merece más respeto

18-Febrero-2007    José Mª Castillo
    En este artículo, Castillo no se refiere en concreto a ninguno de los casos en que la justicia es origen o destino de la crispación política. No entra él a juzgar. Tal vez los comentarios no sean tan neutrales. Pero conviene que todos veamos que el corazón del artículo se expresa en el párrafo final: Con la asunción del derecho romano el Imperio había vencido al Evangelio.

Cuando en un país se habla casi a diario de jueces y fiscales, magistrados y tribunales, mal asunto. Sobre todo, cuando todo eso es noticia que pone nerviosos a algunos, de la misma manera que otros se complacen en lo que pasa. Y digo que todo esto es un asunto feo porque en ello se pone de manifiesto una enfermedad social grave que a todos nos afecta. Quiero decir lo siguiente: un país, en el que no mande un dictador o que no se resigne a ser una “república bananera”, solamente funciona bien cuando los tres poderes que configuran el Estado de derecho, el legislativo, el judicial y el ejecutivo están debidamente separados, de forma que no se interfieran entre sí. Esto es clave para que el país viva en paz, los ciudadanos disfruten de sus derechos y la gente se sienta bien. Y si no, vamos a acordarnos de lo que pasó el día en que Tejero y sus secuaces entraron en el parlamento, a tiro limpio, con la intención, no sólo de interrumpir una sesión de las cortes generales, sino sobre todo con el proyecto de hacerse con los tres poderes. Lo que era el primer paso para que nuestra querida España volviera a ser una dictadura pura y dura. Con lo que se habrían acabado, hasta Dios sabe cuándo, los derechos y libertades de los que hoy disfrutamos.

Pues bien, si malo es que el poder ejecutivo (o alguno de sus instrumentos, como es el poder militar) interfiera la libertad e independencia del poder legislativo, no es menos peligroso que el poder político intente servirse del poder judicial para utilizarlo en su propio provecho de la manera que sea. Porque cuando esto ocurre, inevitablemente se pervierte la administración de justicia, que pierde su dignidad y su independencia. Ahora bien, mucha gente no se da cuenta de lo grave que es eso. Y es que, cuando sucede tal cosa, lo que en realidad ocurre es que nuestros derechos se ven amenazados, ya que, en ese caso, lo que prevalece en un país no es el derecho de los ciudadanos, sino los intereses de los políticos. Por supuesto, los jueces, fiscales y magistrados son enteramente libres para tener cada cual sus preferencias políticas personales. Pero lo que no se puede admitir es que las instituciones públicas del Estado (tribunal supremo, tribunal constitucional, fiscalía general o cualquier tribunal de justicia) se organicen de manera que tales instituciones estén sujetas a lo que les dicta el gobierno de turno o, por el contrario, el partido de la oposición. Si esto sucede, amigo lector, échese a temblar. Porque el día que menos lo espere, se puede Usted encontrar con la desagradable noticia de que los inconfesables intereses de cualquier corrupto han tenido más poder que los legítimos derechos que a Usted le corresponden. No sea Usted tan ingenuo como para alegrarse de que el PP le gane al PSOE (o al revés) a la hora de poner o quitar a jueves o fiscales. Cualquiera entiende que todo eso debería estar organizado de tal forma que quienes deciden sobre nuestros derechos no fueran títeres al servicio de los poderosos. Es urgente que la legislación española se modifique de manera que seamos los ciudadanos, y no los políticos, quienes decidamos quién va a decidir sobre nuestros derechos y libertades.

El problema es complejo. Porque todo esto se dice pronto. Pero ponerlo en práctica será poco menos que imposible mientras no modifiquemos nuestro concepto mismo de justicia. En efecto, como es sabido, nuestra idea de la justicia está tomada del derecho romano, según el cual la justicia consiste en dar a cada uno lo que le corresponde. “Unicuique suum”, a cada uno lo suyo. Por tanto, al que tiene más se le da más, al quiete memos se le da menos, y al tiene poco se le da poco. Y así se administra justicia. Tal es el concepto de justicia que ha prevalecido en la cultura de Occidente, por más que, en cuestiones importantes, eso se haya matizado y suavizado. A fin de cuentas, una idea de la justicia que resulta proporcional al poder que cada cual tiene en la sociedad. Por poner un ejemplo, ¿por qué el rico puede pagar una fianza y no va a la cárcel o paga un buen abogado y gana el juicio, mientras que el pobre no puede hacer nada de eso? Ya es hora de preguntarse: ¿es ésta la única forma posible de entender la justicia? Nada de eso. En las tradiciones del Oriente antiguo, la justicia no consistía en dar a cada uno lo suyo, lo que equivale a defender el derecho de propiedad, sino que la justicia se entendía como la defensa eficaz de todo el que por sí mismo no puede defenderse. Por eso, hacer justicia, en aquellas antiguas culturas era, ante todo, defender al débil, a los seres más indefensos que hay en la vida. El ejemplo más claro de estas ideas está en la Biblia, por ejemplo, en la predicación de los profetas o en los Salmos. Pedir a Dios justicia es “que defienda a la gente oprimida, que salve a las familias pobres y quebrante al explotador” (Sal 71, 4). Da pena pensar que el día que los cristianos sustituyeron las ideas humanitarias de la Biblia por los principios del derecho romano, ese día la Iglesia, que había convertido al Imperio, seguramente no se dio cuenta de que Imperio había vencido al Evangelio. Por eso, entre otras razones, ahora nos encontramos con que el derecho del poderoso tiene más fuerza que el derecho del débil, por más que nuestra Constitución afirme que todos tenemos la misma dignidad y gozamos de los mismos derechos. No es así. Ni lo será mientras el poder judicial no recupere el respeto que merece. Y hasta que la justicia sea vista por todos como la ley del más débil.

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