Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Los ojos sabios de nuestro pueblo

05-Abril-2007    Atrio
    Un frecuentador habitual de Atrio nos envía desde Argentina esta homilia del Cardenal Bergoglio y nos dice: “creo que se diferencia bastante del estilo imperante en España, donde lamento ver a tanto cristiano incapaz de escuchar al otro”. Destacamos en negrita el párrafo donde el cardenal habla de la integración de los sacerdotes con su pueblo.

1. Nuevamente Jueves Santo, Misa Crismal. Los sacerdotes de la Arquidiócesis nos juntamos y nos ponemos en medio del Pueblo sacerdotal de Dios, del cual hemos sido sacados y al que somos enviados. Apartados para ser consagrados por la unción, enviados para llevar esa unción con fervor apostólico hasta todas las periferias: allí donde la trascendencia del Dios siempre Mayor se toca con nuestros límites, con el límite abierto de cada corazón humano, con el límite doloroso de cualquier pobreza, con el límite necesitado de ternura de toda fragilidad.
Nuestros rostros sacerdotales desean configurarse para nuestro pueblo, como un único rostro, el de Jesús Sacerdote, para que nuestros pueblos en Él tengan vida. Esa vida cristiana, vida que brota de la efusión del Espíritu que el Señor nos regaló en la Cruz, vida espiritual que se encarna en todas las dimensiones de la persona y de cada cultura, y las va transfigurando.

2. Hay un aspecto en el pasaje evangélico de hoy –el mismo de cada Jueves santo- que llama la atención. Más que un detalle es algo que falta en el relato, pues la narración de la escena nos hace sentir que la gente de la Sinagoga de Nazareth se quedó como esperando algo más de Jesús…
Porque si verdaderamente Él estaba anunciando que era el Ungido del Padre, que sobre su cabeza reposaba el Espíritu, la expectativa lógica era que aconteciera alguna efusión especial del Espíritu. Se tendría que haber dado algo como lo que sucedió después en Pentecostés. Al menos un pequeño Pentecostés, como el del Bautismo en el Jordán. Pero no. Jesús se sentó y se quedó un rato quieto y en silencio. Se puso a disposición, diríamos; simplemente agregó: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír».
Ante ellos tenían al Ungido, ahora era cuestión de que comenzaran a usufructuar su gracia. Sabemos lo que pasó a continuación. Como siempre, hubo gente a la que no le bastó este anuncio solemne y claro del Señor. Querían más. Algo distinto. Y, desde ese momento y a lo largo de sus vidas, seguirían exigiendo siempre otros signos al Señor.
Ya el anciano Simeón le había profetizado a nuestra Señora que estaba con San José, que su Hijo sería una bandera discutida, que su simple presencia haría que se dividieran los corazones. Menciono a Simeón porque Lucas utiliza para con él la misma frase: “Estaba en él el Espíritu Santo” (Lc 2, 25). La reacción de alegría y de profunda fe del anciano Simeón al ver al Ungido que entraba en el Templo en brazos de su madre y de su padre –como uno más del pueblo de Dios-, esa reacción debería haber sido la definitiva de los paisanos de Jesús al verlo entrar en su sinagoga, como un joven Rabbí, sin nada espectacular. Es más, esa reacción de fe y de alegría fue la primera reacción espontánea de la Asamblea ante la Palabra del Señor. Lucas hace notar que “todos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca” (v. 22). Luego, enseguida, la contra-reacción del mal espíritu va más allá, y su desmesura manifiesta que no se trata de un simple rechazo al Maestro que tienen delante sino rechazo al Espíritu que habita en el interior de cada uno de ellos y que un rato antes les había suscitado admiración y fe en su interior. Rechazan al Espíritu Santo dentro de sí mismos y dan lugar al propio o al mal espíritu. Simeón, en cambio, es modelo de los que reconocen la moción interior del Espíritu, de los que saltan de alegría al estar en presencia del Ungido, sin necesidad de signos ni de efusiones especiales.
El Señorío de Jesús al leer a Isaías debería haberles bastado a sus vecinos. Si uno posee en su interior al Espíritu y lo escucha sabe reconocer el Señorío cuando está ante él. De allí viene la alegría del Señor cada vez que la fe de los más sencillos lo reconozca como el Ungido con solo pasar cerca de ellos. Al ser reconocido en su humilde velamiento, se activaban los dones del Espíritu, del cual estaba lleno Jesús, y salían sus gracias y misericordias para derramarse como un manantial de bondad, sobre aquellos que confiadamente se lo pedían.

3. Esta escena que reiteradamente escuchamos cada Jueves Santo es una invitación de la Iglesia a sus sacerdotes a “fijar los ojos en Jesús”. Pero no con la mirada de aquella asamblea reaccionaria, que en el fondo quería “espectáculo”, signos y más signos, sino con los ojos de la Asamblea de la que nos habla la Carta a los Hebreos: “Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios… Fijaos en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis faltos de ánimo” (Hb 12, 1-3).
Fijar los ojos en Jesús teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos. La nube de testigos junto a la cual queremos mirar al Señor es el santo pueblo fiel de Dios, que mira con fe a Jesús sacerdote y sabe verlo en nosotros, que participamos de la unción del Señor. La invitación de la Iglesia llega hasta pedirnos mirar nuestro sacerdocio como lo mira el pueblo sencillo y creyente. La invitación es a poner el corazón en este misterio de la unción del Señor de la cual participamos por el sacerdocio: “En cuanto a ustedes, están ungidos por el Santo y todos ustedes lo saben”, nos dice Juan (1 Jn 2, 20). Y, a la vez, poner el corazón aquí, en medio de la Asamblea santa. Aquí, en medio de nuestro pueblo fiel, nuestra conciencia sacerdotal recupera la memoria de la unción, aquí se “reaviva en nosotros el don de Dios”, que recibimos por la imposición de las manos, aquí sentimos nuestra pertenencia y se vuelven netos los rasgos de nuestra identidad sacerdotal.

    4. Sabemos que somos ungidos: lo sabemos más todavía si con humildad miramos a Jesús y nos dejamos mirar por los ojos sabios de nuestro pueblo. Esos ojos pedigüeños de nuestro pueblo fiel que no permiten que nuestra conciencia se aísle en ninguna forma sectaria de auto-unción elitista o eticista sin bondad. Esos ojos agradecidos de nuestro pueblo fiel que nos premian con su reconocimiento cada vez que lo servimos con cariño y generosidad y no permiten que pongamos nuestra mirada en ningún escalafón ni en veleidad mundana. Esos ojos sufridos de nuestro pueblo fiel que nos alientan al trabajo, a una vida de laboriosidad, y alimentan nuestro fervor apostólico rescatándonos de toda pereza burguesa, ese “aceite malo” que unge en la parálisis del narcisismo y la comodidad. Esos ojos pacientes de nuestro pueblo fiel que tantas veces nos suplican lo ayudemos a curar sus divisiones, ésas que destruyen amistades y familias, y –en ese pedido de unidad- nos hacen sentir que también son fruto del “aceite malo” los desgarros entre nosotros, el espíritu quejumbroso, la murmuración y las críticas que desfraternizan. Esos ojos piadosos de nuestro pueblo fiel que miran y adoran a Jesús Sacramentado, que contemplan la imagen de la Virgen como refugiándose en su maternidad protectora, esos ojos piadosos nos están suplicando que nuestro corazón sacerdotal sea orante y adorador.

Es que cuando nos dejamos ungir por la mirada de nuestro pueblo y nos ponemos a ungirlo con dedicación, revive la primera unción sacerdotal que hemos recibido por la imposición de las manos y participamos de la belleza de ese óleo de alegría con que fue ungido el Hijo predilecto: “Te ungió, ¡oh Dios!, tu Dios con óleo de alegría con preferencia a tus compañeros” (Hb 1, 9). Esta alegría nos resguarda de la mundanidad espiritual, nos protege de todo encandilamiento falso y de cualquier gozo pasajero que nos aleja de los gozos humildes y sobrios de quienes tienen corazón de pobre.

5. Contemplando el Señorío sin efusiones de Jesús en medio de esta escena que nos regala el evangelio del Jueves Santo y sintiendo sobre nosotros la mirada de nuestro pueblo fiel, recuperamos la memoria de nuestra primera unción, aquel día en que nos impusieron las manos sobre nuestro “primer amor”, y pedimos al Padre y a María, madre de los sacerdotes, la gracia de participar en plenitud de esa unción que llevó al Señor a pasar silenciosamente, en medio de su pueblo, “haciendo el bien”, como dice Pedro : “Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder…, él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él” (Hc 10, 38).+

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