Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Por qué llegamos tantas veces tarde

10-Abril-2007    Atrio
    Para salirmos un poco de El País, como algunos piden, reproducimos este artículo del jesuíta ALFREDO TAMAYO AYESTARAN que se publicó el domingo de Pascua en EL DIARIO VASCO y que parte del caso Jon Sobrino como síntoma de otros desfases de la Iglesia católica que todos lamentamos.

Estas líneas me han sido inspiradas por el para mí muy doloroso affaire Sobrino que ha venido ocupando durante días espacios en los medios. He convivido con este compañero de Orden a lo largo de siete años en la Universidad Centroamericana de San Salvador. Pocas personas a lo largo de mi vida me han causado tanta impresión como este compañero, sabio, afable, sencillo y enfermo crónico, obsesionado por la figura de Jesús de Nazaret y su cercanía a los pobres. La otra fuente de inspiración a la hora de confeccionar este artículo ha sido el aviso que nos da el Concilio Vaticano II de que tengamos los católicos conciencia de nuestras deficiencias y las combatamos con energía (Gaudium et spes, nº 43).

El asunto Sobrino es el último de una larga cadena de procedimientos que tienen por objeto poner en guardia ante determinadas expresiones teológicas que no estarían en consonancia total con la ortodoxia. He buceado un poco en la historia de la Iglesia de los últimos siglos y he vuelto a comprobar cómo a los pronunciamientos de carácter negativo por parte de la autoridad eclesiástica ha seguido años más tarde otros de retractación explícita o implícita. Es decir con otras palabras que se ha llegado tarde. ¿Por qué hemos llegado o llegamos tantas veces tarde? ¿Por qué se ve obligada la autoridad de la Iglesia a rectificar, a pedir excusas tras comprobar que aquella descalificación no estaba en realidad fundada en la verdad, fuera esta bíblica, teológica, científica, politológica?

Lo primero que tenemos que confesar es que hemos llegado tarde. En efecto, la historia de nuestra Iglesia está jalonada con una serie de binomios de descalificación-rectificación que no podemos ocultar ni relegar al olvido. Para comenzar por la descalificación de teólogos como Sobrino hay que recordar, por ejemplo, que Juan XXIII y el Concilio por él convocado, llamaron a participar en él a teólogos como el dominico Congar y el jesuita De Lubac que pocos años antes habían sido descalificados y privados de sus cátedras. Incluso, pasado el tiempo, fueron nombrados cardenales. Dejando por ahora a los teólogos, es sabido que el papa Juan XXIII en su memorable carta Pacem in terris abogaba decididamente por la modernidad política del estado de derecho y de las libertades cívicas, a la contra de las repetidas condenas del estado no confesional y de las libertades, por parte sobre todo del papa Pío IX en su famoso documento llamado Syllabus errorum de 1864. En este mismo terreno de las libertades ciudadanas el citado concilio abogó claramente a favor de la libertad religiosa y del estado no confesional en un documento que hizo época y que produjo gran malestar en el estado franquista y en los obispos que lo apoyaban.

Por lo que a la verdad científica atañe, no se debe relegar al olvido el triste asunto Galileo. Juan Pablo II tuvo el coraje de expresar un claro mea culpa y distanciarse del dictamen de la Inquisición de entonces (1633). El error de dicho tribunal no solamente fue un error de carácter científico (el no al heliocentrismo) sino también de tipo bíblico-teológico al hacer de la Biblia un libro de astrofísica. En ese mismo tiempo un sabio católico como Descartes afirmaba con acierto que no se debe hacer un uso indebido de la Biblia utilizándola como libro de Cosmología. El magisterio romano ha cometido errores que hoy calificaríamos de clamorosos como el del papa León XII (1823-29) con su no a la vacuna contra la malaria aludiendo a la voluntad de Dios presente en la irrupción de la enfermedad. Y el del papa Gregorio XVI (1831-46) pronunciándose en contra de la iluminación nocturna de las calles del Vaticano puesto que Dios había hecho claro el día y oscura la noche. El buen sentido y una teología más sensata han rectificado ya dentro de la Iglesia errores tan pintorescos. En esta misma línea del buen sentido, el papa Pío XII, siempre interesado por los problemas de la bioética, tuvo que salir al paso de una interpretación simplista del «parirás con dolor» del libro del Génesis que prohibiría el uso de calmantes en el momento del parto. Algo parecido hay que decir a propósito del aferrarse a la literalidad del relato de la creación en el mismo Génesis que llevaba a recibir de uñas todo lo que oliera a doctrina evolucionista. Si el jesuita Teihard de Chardin pionero en aceptarla fue de entrada descalificado y desterrado, años más tarde era citado con respeto en el Concilio Vaticano II y por el mismo papa. Sin salirnos del terreno de la Biblia, dos encíclicas, una de Pío XII y otra de Juan Pablo II han rectificado de hecho las descalificaciones llevadas a cabo por la llamada Comisión Bíblica de las investigaciones sobre los géneros literarios, la autoría de los libros del Pentateuco y el origen de los textos evangélicos. Un buen número de biblistas católicos se vio obligado a guardar en el cajón sus investigaciones. La consecuencia fue un atraso aún mayor en la Iglesia católica en temas bíblicos. Y no podemos olvidar cómo un papa muy lúcido como Pablo VI suprimió el llamado Índice de libros prohibidos en el que figuraban obras que nunca debieron prohibirse como, por ejemplo: El discurso del método o la Crítica de Kant.

Sin duda el magisterio doctrinal de la Iglesia va mucho más allá de esta secuencia de afirmaciones y las correspondientes rectificaciones. Hay y ha habido sin duda declaraciones que han resultado en extremo valiosas para los creyentes. Pero ahí está esa secuencia de errores que han impuesto una rectificación años después. Seguramente, y entramos ya en el capítulo de causas y remedios, está detrás muchas veces de un mal paso lo que nuestro maestro Karl Rahner apelaba «triunfalismo eclesial», es decir, un magisterio que se siente omnisapiente y no necesitado de consulta a instancias incluso laicas. El Concilio reconoció que hoy se presentaban cuestiones difíciles y nuevas dado el avance de la ciencia y de la técnica y que requerían prudencia como asimismo el recurso dicho a otras instancias seculares. Incluso, insistía Rahner, hay problemas éticos hoy de tan difícil solución que habría que remitir sin más al individuo a su propia conciencia.

Y no quiero seguir adelante sin hacer una observación en torno a este llegar tarde de la Iglesia católica. Tengo muy claro que llegar a tiempo no significa necesariamente apostar siempre por la solución más progresista y permisiva. Me refiero a cuestiones ante todo de bioética. España cuenta hoy en Europa como la patria de la permisividad. Aquí es posible lo que en otros países europeos más cultos que nosotros no lo es. Toda persona sensata sabe que en el terreno de la actuación sobre la vida hay límites que no se pueden traspasar. Así como no es de recibo un no sistemático, tal como lo hacen algunos obispos, tampoco lo es un sí incondicional a todo lo que es técnicamente realizable. Se impone un plus de prudencia, de precaución, de consulta a diversas instancias. Aquí vale la afirmación de Marx: «La verdad es de adquisición colectiva».

Si así procedieran nuestras instancias magisteriales no obligarían a que en un futuro papas y obispos tuvieran quizás que rectificar y reconocer que de nuevo se había llegado tarde. Aquí también procede por supuesta aquella sabia y evangélica advertencia de Ignacio de Loyola de que «todo cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla». ¿Cuántos disgustos y cuántos malos pasos se habrían evitado si se hubiera tomado en serio en la Iglesia esta advertencia! Para acabar quisiera decir con modestia que no quiero renunciar a la ilusión de que un día los censurados Boff, Castillo, Curran, Estrada, Gustavo Gutiérrez, Häring, Küng, Vidal y el mismo Sobrino sean reconocidos como pioneros de una fe cristiana, como decía Zubiri, «a la altura de los tiempos». Aunque fuera ya tarde para hacerles cardenales.

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