Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

La utopía del capitalismo

18-Abril-2007    José Mª Castillo

En 1947, dos años después de acabar la segunda guerra mundial, Karl R. Popper escribió este severo dictamen sobre la utopía: “Considero a lo que llamo utopismo una teoría atrayente, y hasta enormemente atrayente, pero también la considero peligrosa y perniciosa. Creo que es autofrustrante y que conduce a la violencia”. Cuando Popper pronunció esta dura sentencia contra la utopía, estaba rechazando frontalmente las dos grandes utopías que tanta sangre costaron en la primera mitad del siglo pasado: el comunismo y el nazismo. Pero lo que seguramente Popper no se imaginaba es que estaba anunciando otra utopía, bastante más peligrosa y brutal que todas las utopías que hasta ahora ha habido.

Como sabemos, Popper, al proponer como ideal la “sociedad abierta”, que sería la solución al autoritarismo y al totalitarismo, cuyos gérmenes estaban ya presentes en las ideas de Platón, Hegel y Marx, lo que en realidad estaba proponiendo como solución era (y es) un modelo de sociedad que (ahora nos damos cuenta de ello) sólo es posible sobre la base de un sistema económico liberal. Y, además, un modelo de sociedad que, como es bien sabido, se ha plasmado en el capitalismo que hoy, en su etapa más floreciente, está causando (según las estimaciones más fiables de Naciones Unidas y de la OMS) más de 50.000 muertos cada 24 horas. Más aún, la “sociedad abierta” que Popper nos proponía ha resultado ser una sociedad tan extremadamente voraz y destructiva que no se contenta con matar a bastantes millones de criaturas inocentes cada año. Además de eso, es una sociedad que está destrozando las fuentes de energía de la tierra, que ha causado ya un cambio climático irreversible. Más aún, la sociedad abierta, que nos proponía Popper, no podía sino cuajar en un sistema económico (cosa que no pensó Popper) que nos ha manipulado a todos en nuestros sentimientos más íntimos y nos ha trastornado hasta el extremo de que vemos que, a este paso, la tierra se queda sin agua y sin vida, pero ya estamos embarcados en esta forma de vivir de manera que, por más violencia que veamos, por más hambre que sufran millones de pobres, por más “tsunamis”, sequías y desgracias que nos anuncien los científicos, el hecho es que este modelo de sociedad, basado en el modelo económico capitalista, nos parece que, no sólo es lo mejor, sino que el único modelo posible.

Ésta es la propuesta alternativa, que se nos ha predicado y todavía se nos sigue presentando como la única salida posible que tenemos, el único pensamiento “razonable”, el solo proyecto que se puede poner en práctica, siendo “realistas”. Es la solución que, a juicio de los más “lúcidos”, iba a producir una sociedad en la que ya no habría más utopías. Y así es. Ya solo queda la utopía del capitalismo. La utopía que ha causado el choque frontal del sistema cultural con el económico y el político (Daniel Bell). Porque, mientras el sistema político y, sobre todo, el económico están florecientes, el sistema cultural ha hecho crisis y los valores, que han dado sentido a la vida de las personas, han saltado hechos añicos. Pero la utopía del capitalismo es tan seductora que nos ciega para ver lo que está pasando. La experiencia de la satisfacción inmediata se ha impuesto como valor supremo. Por eso, la creciente preocupación por el sufrimiento de las víctimas queda prácticamente anulada. Y la prueba es que cada año, cada mes, hay más víctimas del sistema, más dolor, más sufrimiento.

La cosa es tan grave que hasta las religiones se han sumado a este gran festín de la barbarie. Pienso en mi propia religión. ¿Por qué la Iglesia se ha opuesto tan decididamente a la teología de la liberación? ¿Por qué recientemente han condenado a Jon Sobrino y han cerrado, en Madrid, una parroquia en la que se acoge con cariño a tanta gente que lo necesita? Los obispos explican esas decisiones por motivos “sublimes”: la teología de la liberación es marxista y atea, los curas de Entrevías decían mal la misa, Sobrino no explica la conciencia divina que de sí mismo tenía Jesucristo. Seguramente, los obispos, cuando dan tales explicaciones, lo más seguro es que se lo crean así. Pero hay motivos muy serios para pensar que, detrás de todas esas misteriosas y extrañas teologías, lo que hay de verdad es que la Iglesia no quiere problemas con los que tienen en sus manos los hilos de la economía y de la política. La Iglesia no está dispuesta a que el próximo papa que se entierre no tenga un funeral como el que tuvo Juan Pablo II en la plaza de san Pedro, con más doscientos de jefes de Estado y los magnates de la economía mundial allí presentes. Porque todos, incluidos los obispos, creemos de verdad en una sola utopía. La utopía del capitalismo. Y por más que pronunciemos sermones preciosos sobre la fe, la esperanza y la caridad, el hecho es que a la gran mayoría de la gente, lo que le impresiona y le interesa, no es lo que decimos en el sermón, sino lo que hacemos al enterrar a un papa. Eso es lo que gusta y emociona. Y si, para seguir los gustos y las emociones de la gente, hay que condenar teólogos y cerrar parroquias, seguiremos incansables con esa triste tarea. Porque ya el Evangelio ha pasado a ser lo que hemos hecho de él, un puro y monótono sermoneo. Lo serio, lo que “va a misa” (eso sí, bien dicha) es la utopía del capitalismo, con todos sus encantos y sus promesas. Pero también con su brutal fuerza destructiva.

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