Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Reflexión sobre la parroquia de S. Carlos Borromeo

26-Abril-2007    -
    El grupo madrileño de un movimiento de Acción Católica, Profesionales Cristianos nos envía un documento muy pensado y equilibrado sobre un conflicto que tiene más calado eclesial de lo que muchos creen

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    A propósito de la parroquia de S. Carlos Borromeo

Entre las muchas palabras e imágenes que han circulado últimamente con ocasión de los acontecimientos vividos en la parroquia de “San Carlos Borromeo” de Vallecas, queremos también aportar nuestra palabra desde la perspectiva de Profesionales Cristianos y los ambientes donde nos movemos.

¿Dónde está el problema?

El conflicto parece originado por el desencuentro entre los sacerdotes de la parroquia y el obispado de Madrid sobre las formas de celebrar y educar en la fe. Lo que los sacerdotes han pretendido, desde la cercanía y solidaridad cotidiana con la vida y la cultura de su gente, es, no sólo llevar adelante una acción social, sino transmitir y celebrar la fe teniendo en cuenta esta vida y esta cultura. Para ello, han considerado imprescindible un lenguaje, una pedagogía y unos símbolos adaptados a su experiencia vital, a su mundo socio-cultural. Lenguaje y símbolos que tradujeran la experiencia cristiana de manera cercana y significativa. “Nuestros símbolos litúrgicos están vinculados al momento en que nos toca vivir y a la gente a la que nos dirigimos. No podemos disociar nuestra celebración y vida de fe de la atención a los pobres. Creemos que el maridaje entre la lucha por la justicia y la proclamación de la fe es indisoluble”, declaraba uno de ellos.
El obispado de Madrid, sin embargo, lo ve de otra manera. Valorando la acción social que están realizando, pide a los sacerdotes que “continúen asumiendo las tareas de acogida, educación y atención social” pero que suspendan sus actividades litúrgicas y catequéticas, ya que “no las realizan de acuerdo con el Magisterio de la Iglesia”. “Los sacerdotes prometemos obediencia al obispo y la Eucaristía no es nuestra, la Eucaristía es de la Iglesia. Y los pobres tienen derecho a que se celebre como está establecido”, afirmaba un portavoz del obispado.
El conflicto ha saltado a los medios de comunicación y el desencuentro se ha profundizado por las distintas tomas de postura a favor o en contra de diversos colectivos eclesiales y sociales. Unos consideran que se ha manipulado la situación para seguir desprestigiando ante la opinión pública la imagen de la Iglesia, y que quienes se han mostrado a favor desde dentro de la Iglesia no hacen más que dar armas al enemigo, sea por inocencia, ignorancia o falta de espíritu eclesial. Mientras que para otros, la opinión pública - católica y no católica - tiene derecho a saber que en la Iglesia hay diversidad de opiniones y prácticas, que la unidad en una misma fe no lleva consigo una uniformidad en las formas celebrativas ni en las pedagogías catequéticas. Y que ello no sólo no desprestigia a la Iglesia sino, todo lo contrario, le concede mayor credibilidad.

Nuestra opinión

Valoramos, en primer lugar, la tarea que se viene realizando en esta parroquia como una palabra altamente significativa, no sólo para los que en ella participan, sino para el conjunto de nuestra sociedad. Y no sólo como “acción social”, sino como testimonio evangélico, como concreción de unos valores cristianos que están siendo captados por la opinión pública. Nos lamentamos a menudo de que la palabra de la Iglesia no es comprendida, no llega a la gente, de la indiferencia y paganismo de nuestra cultura ambiente, de su alejamiento de Dios… Acontecimientos como éste podrían ayudarnos a discernir si las dificultades para acoger el mensaje del evangelio no radican también en el “envoltorio eclesiástico” con que habitualmente se lo presentamos, o en que pretendemos transmitir otros valores e intereses que no son exactamente los evangélicos, que, posiblemente “no se ajusten a la verdad del Evangelio” (Gal, 2).
Cuando el conflicto ha saltado a la prensa, hemos percibido una corriente de simpatía generalizada por lo se intuye que un cristianismo evangélico podría significar. La prensa, presuntamente “laicista”, no ha dejado de subrayar, en la experiencia parroquial, la cercanía y comprensión de las personas y sus situaciones y todo ello de forma gratuita, respetando sus ideas y creencias. Como destacaba en el testimonio de ese muchacho musulmán que hace años, cuando aún vagaba sin papeles por las calles de Madrid, se le acogió y hoy reconoce que “en esta Iglesia se siente como en su casa”. O la confesión (en la Web del Partido Comunista de España) de alguien que, reconociéndose ateo, se pregunta si no será que a Cristo se le puede encontrar en el muchacho destrozado por la droga, en el trabajador desahuciado por su situación de parado o de precario persistente, en el inmigrante excluido o sobreexplotado por su situación de irregular.
“Se acoge a todos, no importa de qué lugar vengan, qué religión sea la suya o si no tienen. Tienen, sí, su condición de personas y como tales su valor, su dignidad”. ¿No significa esto captar el valor profundamente evangélico de la gratuidad: “lo que gratis habéis recibido, dadlo gratis” (Mat.10/8), o la presencia del Señor en cualquier persona humana, particularmente en los que la sociedad considera como “nadies” (Mat. 25/31-46)? Claro que esto mismo se realiza en otras parroquias, pero ¿no hemos de alegrarnos por que, en esta ocasión, la opinión pública tome conciencia de ello, de la novedad de una vida que pretende vivir según el Evangelio?
Esa misma prensa recogía, con todo respeto, el testimonio de una buena mujer sobre su descubrimiento personal de la fe, lo que significaba la resurrección para ella: en la celebración de la Pascua, al comentar el evangelio de María Magdalena (NJ.20/11-18), esta anciana, con un hijo muerto por la droga, recuerda su primer encuentro con uno de los sacerdotes: “Iba yo llorando por los pasillos de los Juzgados de la Plaza Castilla. Él me pregunto “¿por qué lloras?”; le dije “he perdido a mi hijo”. Me escuchó, se quedó conmigo y todavía no me ha abandonado. Eso me ha devuelto la vida. Ahora entiendo lo que significa resucitar”.
En lo que se refiere a las prácticas litúrgicas y catequéticas, se plantea aquí, en nuestra opinión, una vez más el problema de cómo y hasta dónde armonizar la unidad y la diversidad en la Iglesia; la obediencia a las tradiciones y la adaptación a las nuevas realidades. De manera que, manteniéndonos fieles a la gran Tradición (no a las pequeñas tradiciones – Mc. 7/1-23-) a la “verdad del Evangelio” (Gal. 2/14), esa verdad pueda ser comprendida, acogida y celebrada por los grupos sociales en los que estamos presentes. No resulte para ellos algo extraño, insignificante, que nada les dice porque ha perdido toda significado en su propio horizonte socio-cultural y vital.
En este sentido, pensamos que es necesario sentarse a valorar tranquilamente la situación, intercambiar criterios y experiencias. Superando lo que pueda haber de sospechas mutuas, personalismos e “incontinencias” verbales, llegar a conjugar en la práctica concreta los principios que cada uno invoca. Y esta dinámica de búsqueda en común nos parece importante ya que, aunque los grupos sociales presentes en esta parroquia tienen unas características peculiares, el problema de fondo se plantea también en nuestros propios ambientes. Experimentamos también nosotros la dificultad de transmitir y celebrar la fe en un lenguaje y unos símbolos que resulten significativos para los grupos humanos a los que pertenecemos.
Hay un momento en la historia de la primera Iglesia que puede resultar paradigmático. Los capítulos 10 y 11 de los “Hechos de los Apóstoles” narran las peripecias de la primera adaptación de la Iglesia a la cultura pagana. Pueden aportarnos alguna luz sobre las actitudes a tener en cuenta para vivir en cristiano los cambios que se nos piden y los conflictos que estos cambios provocan.
Una primera característica que aparece en la narración: la cercanía humana a los nuevos ambientes, la capacidad de relación superando prejuicios culturales y religiosos: Se repiten expresiones como: “ponerse en camino… caminar juntos… entrar en su casa… considerarse un igual… conversar… a pesar de que a un judío le estaba prohibido tener trato con extranjeros y entrar en su casa”. Todo este proceso de cercanía y comunicación permite que Pedro y, con él la Iglesia vayan descubriendo nuevas realidades, nuevas formas de presencia y acción del Espíritu y sean capaces de encontrar nuevos caminos: “realmente voy comprendiendo que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que le es fiel y obra rectamente, sea de la nación que sea” (10/35)… “Así pues, ¿se puede negar el agua del bautismo a estos que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?” (10/47).
El problema, sin embargo, no se solucionó de una vez por todas y volvió a plantearse con las actuaciones de Pablo y Bernabé entre los paganos. Para afrontarlo, fue preciso plantear la primera asamblea eclesial, la de Jerusalén (Hech. 15). En ella “Los apóstoles y responsables se reunieron a examinar el asunto… Toda la asamblea hizo silencio para escuchar a Pablo y Bernabé, que les contaron las señales y prodigios que Dios había realizado por su medio entre los paganos…”. La solución: hay que mantener la unión en lo fundamental y saber adaptar todo lo demás para que no suponga dificultades innecesarias a la transmisión de eso fundamental: “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas de las indispensables”.
Pablo, como protagonista del asunto, cuenta su versión en Gal 2: está dispuesto a aceptar la supervisión de la autoridad eclesial, “para no correr en vano, para evitar que mis afanes de ahora y de entonces resulten inútiles”, pero no acepta que “los intrusos, los falsos hermanos se infiltren para espiar la libertad que tenemos como cristianos… Querían esclavizarnos, pero ni por un momento cedimos a su imposición, (no por gusto sino) para preservaros la verdad del Evangelio”. Es más, se encara con el mismo Pedro públicamente y le reprocha que su conducta “por miedo a los partidarios de la circuncisión, no cuadra con la verdad del Evangelio”.
Recientemente, otro Pablo – Pablo VI desde la cátedra de Pedro – en su encíclica sobre la evangelización nos recuerda: “Las iglesias particulares profundamente amalgamadas, no sólo con las personas, sino también con las aspiraciones, las riquezas y límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo que distinguen a tal o cual conjunto humano, tienen la función de asimilar lo esencial del mensaje evangélico, de trasvasarlo, sin la menor traición a su verdad esencial, al lenguaje que esos hombres comprenden y, después, de anunciarlo en ese mismo lenguaje… La evangelización pierde mucho de su fuerza y eficacia, si no toma en consideración al pueblo concreto al que se dirige, si no utiliza su lengua, sus signos y símbolos, si no responde a las cuestiones que plantea, no llega a su vida concreta” (Evangelii Nuntiandi, 63).
Y en su carta sobre el diálogo en la Iglesia orientaba sobre la manera de ejercer la autoridad y de afrontar los conflictos: “Así, por obediencia enderezada hacia el diálogo, entendemos el ejercicio de la autoridad, todo él impregnado de la conciencia de ser servicio y ministerio de verdad y de caridad” (Ecclesiam Suam, 44)… ya que “… con el diálogo se cumple la unión de la verdad con la caridad y de la inteligencia con el amor. En el diálogo se descubre cuán diversos son los caminos que conducen a la luz de la fe y cómo es posible hacer que converjan a un mismo fin. Aún siendo divergentes, pueden llegar a ser complementarios, empujando nuestro razonamiento fuera de los senderos comunes y obligándolo a profundizar en sus investigaciones y a renovar sus expresiones” (ib. 32)

Concluyendo

En consecuencia, creemos que ésta puede ser una buena oportunidad para abordar eclesialmente, comunitariamente, algunas cuestiones pendientes o que se han cerrado de manera precipitada. Para ejercer la comunión eclesial entendida, no como mera adhesión muda y ciega a las orientaciones de la jerarquía, sino como reflexión comunitaria ante los problemas que plantean las nuevas situaciones, y poder encontrar así “lo que el Espíritu está diciendo a las iglesias” desde estas nuevas situaciones .
Cuestiones que se refieren, por ejemplo, a lo fundamental de la experiencia cristiana que hay que transmitir en esta cultura, las formas y métodos de transmitirlo y celebrarlo, al modelo de presencia de la Iglesia en esta sociedad para que, en su imagen pública (no sólo en su ser íntimo), aparezca como “sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios, y de la unidad de todo el género humano” (Lumen Gentium, 1 – Vaticano II-).

Con el debido respeto, esta es nuestra opinión.

Profesionales Cristianos de Madrid
Madrid, Abril 2007

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