Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

EL DISFRAZ DE CARNAVAL

14-Enero-2006    José Mª Castillo

Ya pasaron las fiestas de Navidad. Y ya estamos pensando en las próximas fiestas, las fiestas de Carnaval. Pues bien, desde ahora les propongo una fábula que escribió mi entrañable amigo Mariano González Mangada. La fábula dice así: “Hubo una vez un hombre que en Carnaval se disfrazó de sí mismo, y parecía otro y fue muy feliz, aunque el miércoles de ceniza volvió a ser el de todos los días, es decir, el que los demás querían que fuera”.
Lo digo con tiempo, para que quienes ya están pensando lo que van a hacer en el Carnaval que se avecina, se preparen, entre otras cosas, el disfraz que seguramente más necesitan: “disfrazarse de sí mismos”, es decir, ser ellos mismos. Y no ser lo que los demás quieren que  uno sea. Lo digo con pasión y quizá con rabia: “Estoy harto de ir por la vida representando un papel”, o sea, estoy cansado de hacer el cómico y no ser yo mismo. Según lo que de mí espera la gente que me conoce, cada mañana, cuando me levanto, me disfrazo de cristiano, me disfrazo de cura, me disfrazo de jesuita. También me pongo algo de hombre de estudios, para que muchos me vean como quieren verme, como un intelectual. Y así me paso la vida: representando papeles. Porque, vamos a ver: ¿de veras soy yo un cristiano? ¿de veras soy un cura? ¿de veras soy un jesuitas? ¿y un intelectual? La pura verdad es que, a fuerza de ser una cosa y parecer otra, muchas veces ni sé lo que soy.
Y si somos sinceros, a todos (a cada cual en su medida) nos pasa lo mismo. Somos lo que los demás quieren y esperan que seamos, pero no lo que en realidad somos, cuando somos nosotros mismos. Por el ambiente en que vivo, yo sé de obispos que son lo que Roma quiere que sean, pero no lo que ellos mismos piensan o sienten. Y sé de curas que son lo que el obispo quiere que sean, pero no lo que ellos mismos dicen cuando están solos. Y sé de jesuitas que van por ahí como la gente quiere que sea un buen jesuita, pero no como ellos son en realidad. Como también sé de intelectuales, de gente de derechas y de gente izquierdas, que, según el sitio a donde van, se ponen el disfraz que les conviene.
Normalmente, cuanto más alto está uno en la escala de lo religioso, lo social, lo intelectual, más peligro tiene de verse obligado, cada día, a ponerse el correspondiente disfraz. La gente de abajo, los que no pintan nada en la vida, ésos van como son. No tienen nada que representar. Ni nada que aparentar. Las personas de buena familia, los sabios, los poderosos, no tienen más remedio que aparecer como tales. Por eso les importa el “¡qué dirán!”, el “¡qué van a pensar de ti si te ven así!”, etc, etc. O también:”Este año se lleva esto o se lleva lo otro”. Hay que aparecer como quieren que aparezcamos los que imponen la moda, los que imponen los usos y costumbres, los que imponen lo que se come y cómo se come. O sea, vivimos en un perpetuo  miércoles de ceniza aunque sea navidad o viernes santo. El gran teatro del mundo.
En el fondo, el problema está en que le damos más importancia al parecer que al ser. Uno puede ser un egoísta, un orgulloso, un ambicioso, un auténtico estúpido, pero lo que importa es no aparecer como tal. Es la hipocresía. Dueña y señora de nuestras vidas y de nuestras conductas. Con un agravante: que estamos convencidos de que así es como hay que ser. Con lo cual se perpetúa la farsa. Y todo lo falso, lo convencional, lo hipócrita, se superpone a lo auténtico, a lo verdadero. Y, sobre todo, se impone la mentira, por encima de la felicidad de las personas. Más aún, se impone toda la farsa y el engaño del mundo, a costa de que los más desgraciados se vean cada día más hundidos en su miseria. Porque la industria y el comercio de los que visten y alimentan a los notables de la sociedad, los que cada día se tienen que vestir y tienen que comer donde se viste y come la gente importante, eso cuesta mucho dinero, demasiado dinero. Y, claro está, luego no queda en los presupuestos, de la familia y del Estado, para subir las pensiones de los viejos que se mueren solos, ni hay dinero para hacer más hospitales, ni para tener nuestras ciudades más limpias, ni por supuesto para dar el 0´7 % en favor de los mil millones de criaturas que se mueren de hambre en el mundo. La industria del “parecer”, que es la asombrosa industria de los disfraces, resulta demasiado cara. Pero estamos tan apegados al “parecer”, que, por no “ser” lo que en realidad somos, hacemos lo que sea, anque eso cueste demasiado dolor, humillaciones  indecibles y la eterna desgracia de los que vamos por la vida haciendo de comediantes, para que todos nos vean como quieren vernos. Y así, todos contentos. Como decía un viejo amigo mío: “si cada hipócrita llevara un farolillo, ¡qué verbena!”.
Y termino recordando al autor de la fábula. Mariano González Mangada fue un jesuita brillante, por su bondad y por su talento. Tan brillante que los jesuitas lo destinaron a estudiar ingeniero industrial. Pronto llegó a ser profesor en la Escuela Superior de Ingeniería (ICAI), de Madrid. Era, pues, un hombre importante. Y tenía que aparecer como tal. Cosa que no le gustaba. Por eso, un buen día, dejó su brillante carrera. Y se fue a vender libros baratos en un rincón de Cartagena. Más tarde se salió de los jesuitas. No quería ser importante ni en eso. Y vivió como uno de tantos, desapercibido, en el anonimato. En sus ratos libres, escribía fábulas. Y se llamaba a sí mismo el “cuervo ingenuo”. Se murió el 17 de mayo de 1996. 

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