Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Ha triunfado el papado

17-Julio-2007    José Mª Castillo
    Esta afirmación la hace el autor al revisar los 40 años que nos separan de la Populorum progressio, la gran encíclica del Papa VI, un año después de acabar el Concilio Vaticano II, que se presentó como un programa para la Iglesia: “una renovada toma de conciencia de las exigencias del mensaje evangélico obliga a la Iglesia a ponerse al servicio de los hombres”.

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A LOS 40 AÑOS DE LA “POPULORUM PROGRESSIO

José M. Castillo

ADISTA, nº 54.

En 1967, cuando Pablo VI publicó la encíclica Populorum progressio, la Iglesia vivió un momento decisivo. Hacía poco más de un año que había sido clausurado el Vaticano II. Uno de los problemas más graves, que en aquel momento tenía la Iglesia, estaba en ver si el papado tomaba en serio el Concilio o si, más bien, lo que el papado tomaba en serio era mantener a toda costa el poder del papa y el control de la Curia sobre el Colegio de los obispos y, mediante ellos, el dominio sobre la Iglesia entera. Sin entrar aquí en las cuestiones técnicas de este asunto y su penosa historia, una cosa ha quedado clara en los últimos cuarenta años: el papado ha sido más fuerte que el Concilio. Y también más fuerte que el Colegio episcopal y que la Iglesia entera. Ha triunfado el papado. Y con él, la Curia Vaticana, sus monseñores y sus teólogos. Pero, ¿ha sido esto lo mejor para la Iglesia y para el mundo? Éste es uno de los problemas más serios que tenemos que afrontar al cumplirse los cuarenta años de la publicación de la Populorum progressio. ¿Por qué?

Para responder a esta pregunta, la clave está en el término progressio, “desarrollo”. La Iglesia ¿debe centrarse en el propgressio de sí misma o en el de los pueblos? Es decir, la tarea central de la Iglesia ¿es defender sus propias verdades, su propio poder, su influjo en la sociedad, sus derechos y sus mandatos? O por el contrario, la tarea central de la Iglesia ¿es promover el desarrollo de los pueblos, aliviar el sufrimiento de los últimos de este mundo, ponerse de parte de los que son considerados como los “nadies” de la tierra? La respuesta de Pablo VI a esta pregunta queda clara en el título de la encíclica: lo que nos debe preocupar y lo que interesa es el desarrollo de los pueblos, antes que el de la Iglesia. Esta respuesta del papa en 1967 se hizo más evidente en el 68, cuando Pablo VI presidió la apertura de la Conferencia del episcopado latinoamericano en Medellín (Colombia). Fue el acontecimiento que se considera como punto de partida de la Teología de la Liberación. En aquel momento, tal como entonces se veían las cosas, parecía que la Iglesia había optado, no por la exaltación del papado, sino por el desarrollo de los pueblos. Y de forma muy especial por la liberación de los pobres y oprimidos.

Sin embargo, lo que acabo de decir es una visión parcial y, por tanto, incompleta de lo que realmente sucedía en la Iglesia. Porque, como bien sabemos, el Papa Montini era, según la expresión que se atribuye a Juan XXIII, “il nostro Amleto di Milano”. Un hombre que, como el príncipe danés de Shakespeare, “tenia más tendencia a dudar y vacilar que a decidir” (H. Küng). Una manera de ser que le llevó a anteponer el progreso de los pueblos a los intereses de la Iglesia, pero que, al mismo tiempo, prohibió en el Concilio plantear el problema del celibato de los sacerdotes y que, a continuación de su presencia en Medellín para alentar la liberación de los pobres, publicó la Humane vitae acentuando así la crisis de credibilidad que, desde entonces, sufre el magisterio de la Iglesia. El hecho es que Pablo VI fue un papa indeciso, que no fue capaz de reformar la Curia, como había pedido el Concilio. Un papa que pensó mucho y decidió poco. Y cuando tomó decisiones de importancia fueron precisamente a favor de las tesis que, en el Vaticano II, había defendido la teología integrista de la Curia y sus escribas.
Ahora bien, en lo que acabo de decir está, pienso yo, una de las claves que nos hacen ver, a los 40 años de la Populorum progressio, por qué la Iglesia, en el año 2007, ha hablado mucho de la liberación de los pobres, pero lo que realmente ha promovido y potenciado es el poder del papa y de la Curia. Los documento sociales de Pablo VI y Juan Pablo II han sido abundantes. Pero lo que de verdad cambia a la Iglesia no es lo que el papa dice en las encíclicas, sino lo que el papa hace en el gobierno de la Iglesia. Y bien sabemos que lo que el papado ha hecho, en estos 40 años, ha sido sobre todo potenciar la imagen pública del papa, su prestigio en el mundo, su poder y su influencia ante los magnates de la política y la economía. Esta escalada del poder papal se inicia ya con Pablo VI; pero alcanza su cima más alta con Juan Pablo II. Yo estaba en Roma el día que enterraron a Juan XXIII, en un entierro sencillo, por la tarde, con la plaza de san Pedro llena de gente sencilla, gente del pueblo, que lloraba (sic) la muerte de aquel hombre sencillo y humilde. La radiante mañana que enterraron a Juan Pablo II, la plaza de san Pedro estaba ocupada por más de doscientos jefes de Estado, los grandes de la política y del mercado, bien protegidos por la policía y el ejército. El impresionante funeral de Juan Pablo II, un espectáculo de increíble esplendor, enterró no sólo al Papa Wojtyla sino también la Iglesia que quiso el papa Juan.

En los últimos 40 años, la distancia entre los más ricos y los más pobres del mundo se ha convertido en un abismo que nos abruma a todos. Los mayores responsables de esta situación apocalíptica no han sido los que estaban en la plaza de san Pedro la tarde que enterraron a Juan XXIII, sino los magnates que ocupaban el centro de la plaza de san Pedro la mañana que enterraron a Juan Pablo II. Un papa que, al irse de este mundo, ha dejado muy claro que las encíclicas sociales sirven para poco, si quien escribe tales encíclicas mantiene las mejores relaciones posibles con los mayores responsables de que en este mundo haya tanta hambre, tanta humillación y tanto sufrimiento. Hoy sabemos muy bien que Juan Pablo II tomó muy en serio la lucha contra el comunismo y que, para ello, potenció al sindicado Solidaridad en Polonia. Para potenciar a Solidaridad, Juan Pablo II necesitaba muchos dinero. Y lo consiguió mediante sus acuerdos secretos con la administración Reagan, como bien nos demostraron Carl Bernstein y Marco Politi, en su conocido libro His Holiness (“Su Santidad”) (1996).

Juan Pablo II fue sensible ante la amenaza real del comunismo. No fue igualmente sensible ante la amenaza del capitalismo. Juan Pablo II triunfó el día que se hundió el muro de Berlín. Pero aquel papa no se dio cuenta de que, a partir de aquel día, el capitalismo se quedaba como dueño y señor exclusivo del mundo. Y las consecuencias ahí están. El prestigioso (y moderado) economista Jeffrey Sachs, en su estudio The End of Poverty (“El fin de la pobreza”) (2005), ha dicho: “Actualmente, más de ocho millones de personas mueren todos los años en todo el mundo porque son demasiado pobres para sobrevivir”. Si esto se podía decir ya en la década de los 90 y, por supuesto, en lo que llevamos del siglo XXI, eso quiere decir que, si en los países comunistas (según el conocido y bien documentado Libro negro del comunismo) se asesinaron unos 90 millones de personas en más de medio siglo, en el mundo capitalista se han matado más de 130 millones de seres humanos en poco más de 15 años. Al capitalismo le cunde más en el cruel oficio de matar que al comunismo o al nazismo, por citar dos ejemplos dramáticos y recientes.

Es evidente que la crueldad del sistema capitalista, tal como de hecho funciona, a quien más daño hace es a los pobres de la tierra. Pero no sólo a ellos. También hace daño a la Iglesia y al papado. Porque lesiona gravemente la credibilidad del magisterio eclesiástico. ¿Quién puede creer lo que dicen las encíclicas sociales de la Iglesia, si los papas son recibidos con todos los honores por los máximos responsables del sufrimiento que los mismos papas dicen que pretenden remediar con tales encíclicas? Se ha dicho, con toda verdad, que “una convicción se define por el hecho de que orientamos nuestro comportamiento conforme a ella”. O, dicho de manera más simple, “una convicción es una regla de comportamiento” (J. Habermas). Ahora bien, si esto es así, ¿se puede pensar que los papas están seriamente convencidos de lo que dicen en sus encíclicas sociales? ¿Cómo pueden estar convencidos de que el sufrimiento de los pobres es lo más urgente que hay que remediar, si reciben solemnemente, y así “legitiman”, a los mayores responsables del sufrimiento de los pobres? Estas preguntas nos enfrentan a un asunto muy grave. Porque nunca debemos olvidar que la fe religiosa no es un mero saber, sino que es además (y sobre todo) una convicción. Pero, ¿se puede pensar que creen en el Evangelio quienes se comportan como grandes y notables de este mundo, tal como se ve que lo hacen los papas, bastantes cardenales y muchos obispos?

El 6 de agosto de 1984, el actual papa, el entonces cardenal J. Ratzinger, hizo pública la Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación. El veredicto de la Instrucción era condenatorio. De esto ya se ha escrito bastante y no lo voy a repetir aquí. Lo que creo que se debe destacar es que, en el caso de esta instrucción, no ocurrió lo que suele ocurrir con las encíclicas sociales. Las encíclicas se quedan en mera doctrina. La Instrucción, además de doctrina, fue la expresión de una convicción. Y esta vez, sin duda, una convicción que, como era verdadera, desencadenó un “comportamiento”. El comportamiento que ha tenido el Vaticano con las Comunidades de Base, con los teólogos de la liberación, desde la condena de L. Boff hasta el documento contra la teología de J. Sobrino, y sobre todo la “política” de nombramiento de obispos que se ha tenido en los últimos 25 años. El papa y la Curia tienen la firme y decidida “convicción” de que a la Iglesia le interesan más los obispos sumisos a Roma que los obispos fieles al Evangelio. Le interesan más los obispos que no causen problemas con los gobiernos de cada país que los obispos que luchan por defender a los pobres. Y, más que nada, lo que de verdad interesa en el Vaticano es que los obispos, los sacerdotes, los religiosas y religiosas, los fieles todos, vivan la mística de la sumisión a lo que dice el papa y a lo que decide el papa. Y, además de eso, al Vaticano le interesa tener fieles que amen al papa. Porque no olvidemos que, como bien dijo Pierre Legendre, “la obra maestra del poder consiste en hacerse amar”. Porque así, y sólo así, se perpetúa la sumisión.

El papado lo ha conseguido. Su triunfo, en este sentido, es innegable. Pero, ¿ha sido y es lo mejor para la Iglesia? El conocido escritor John Cornwell, refiriéndose a Juan Pablo II, ha dicho que “cuando el papado crece en importancia a costa del pueblo de Dios, la Iglesia católica decae en influencia moral y espiritual, en detrimento de todos nosotros”. Se puede pensar razonablemente que Cornwell ha dado en el clavo.

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