Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Imaginar cómo será el Papa del futuro

21-Julio-2007    Xabier Pikaza
    Hace 20 años, Juan Pablo II dijo en una homilía que reprodujo en el nº 95 de la encíclica Ut unum sint: “Que el Espíritu Santo… ilumine a todos… los teólogos … para que busquemos… las formas con las que este ministerio (el del papa) pueda realizar un servicio de fe y de amor”. Ahora, en tiempos de mayor rigidez, bueno es que los teólogos sigan buscando nuevas formas.

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He publicado hace un año un libro de historia, teología e “imaginación” sobre los papas, siguiendo el modelo de un libro famoso de G. Lafont: Imaginer l’Église (Cerf, Paris 1995). El libro se titula Historia y futuro de los papas. Una roca sobre el abismo (Trotta, Madrid 2006) y está de actualidad porque acaba de ser comentado en Vida Nueva y en Rumores de Ángeles (Religión Digital). Consta de tres partes.

    La primera trata de Pedro en el Nuevo Testamento.
    La segunda expone la evolución del papado a lo largo de sus dos mil años de historia.
    La tercera quiere “imaginar y anticipar” lo que pueden (deben) ser el futuro de los papas, realizando así un tipo de imaginación proyectiva, que quiere anticipar y preparar lo que, a mi juicio, debería ser el futuro del papado, en la línea de lo que algunos antropólogos, como C. Castoriadis presentan como despliegue imaginario de la realidad.

Esta forma de imaginación no es un sueño que pasa, sino un deseo creador, en la línea de la razón práctica y utópica. Con este motivo he querido resumir y presentar aquí en Atrio, algunos de los puntos principales de ese “imaginario”. Quiero que los lectores los tomen así, como imaginación, que ellos también imaginen y busquen el futuro del papado. Evidentemente, para justificar esos diez puntos de mi imaginario papal sería bueno haber leído todo el libro.

  • 1. Todos somos pontífices.
  • El Nuevo Testamento no conoce sacerdotes ministeriales, sino hermanos y hermanas creyentes que participan del sacerdocio universal de Cristo, pudiendo asumir las tareas o ministerios de la iglesia, en línea de servicio (diaconado), presidencia colegiada (presbiterado) o supervisión personal (obispado). Por eso, todos y cada uno de los cristianos (y en el fondo todos los hombres y mujeres) son pontífices (puentes sagrados), presencia de Dios para los otros (cf. Mt 25, 31-46). En línea jerárquico-religiosa los papas no son necesarios, porque en la iglesia no hay jerarquías, de manera que el sacerdocio cristiano se identifica con la vida regalada y compartida, en Cristo, desde los más pobres. Pero ellos pueden ser importantes como signo de unidad y permanencia de la Iglesia.
    Obispos y Papa no son sacerdotes por su ministerio, vinculado a la palabra y sacramento, sino porque pertenecen a una comunidad sacerdotal de la iglesia, en la que todos son hijos de Dios y sacerdotes (pues ofrecen y comparten en Jesús y por Jesús su vida). Obispos y Papa son ministros de una iglesia a la que sirven y de la que reciben (con la que comparten) la Palabra y Sacramento de Dios, una iglesia donde el sacerdocio pertenece al conjunto de los fieles, y de un modo especial a los pobres y expulsados (cf. Heb 7,22 ss; 1 Ped 2, 5.9; Ap 5,10; 20, 6). Dentro de ese sacerdocio universal de los creyentes es bueno que haya surgido y que exista un papa en la iglesia.

  • 2. Un papado sin autoridad sacerdotal.
  • Actualmente, (a pesar de las críticas que elevan incluso algunos teólogos más tradicionales), el Papa parece Obispo de todos los obispos, portador de la plenitud del sacerdocio. Dado que esa función sacerdotal suprema del Papa está perdiendo su sentido, hay muchos que dicen que el mismo papado tiene que desaparecer. Pues bien, en contra de eso, afirmamos que es ahora cuando puede haber un Papa de verdad, cristiano, con autoridad «evangélica» (de entrega de la vida), como Pedro, que no fue Gran Sacerdote, sino testigo de resurrección para los pobres y de comunión entre los cristianos.
    Papa y obispos no son sacerdotes superiores, expertos en «sacrificar» y mantener el orden sagrado del conjunto, sino hermanos y amigos, dentro de una comunidad que no sacrifica a nadie, sino que acoge amorosamente a todos los hermanos, elevando su signo de comunión a todos los hombres. Para realizar esta función, en la línea de Jesús (con Pedro), el Papa debe dejar el sistema (Estado Vaticano, Curia), saliendo de la Roma actual (como Pedro salió de Jerusalén: cf. Hech 12, 17), para iniciar desde otro contexto un camino de evangelio.

  • 3. Un papa sin jerarquía.
  • El Derecho Canónico actual afirma que el Papa, «en virtud de su función, tiene potestad ordinaria, esto es, suprema, plena, inmediata y universal en la iglesia y la puede ejercer libremente» (CIC, 331). Pues bien, esa formulación resulta ambigua pues el Papa no puede tener más autoridad cristiana que aquella que brota del don de la vida (morir por los otros) y que se concreta en el amor mutuo, en una comunidad donde el menor es el mayor o primado todos (cf. Mc 9, 35 par; 35-45 y Mt 18, 15-20; 23, 1-12). El modelo de pirámide o sistema de poder no es evangélico. Por eso, el Papa no puede situarse en la cumbre de ninguna institución objetiva de poder, pues la iglesia de Jesús es un organismo vivo, hecho de conexiones inmediatas de amor, con ministerios o servicios de testimonio fraterno y solidaridad, de palabra y acogida, de pan y de vino (comida), que se ejercen y comparten de un modo inmediato, entre todos los creyentes, por la fuerza del Espíritu.
    La visión de un papa con «potestad suprema, plena, universal e inmediata» sobre todos los creyentes no responde al evangelio, sino a la filosofía griega y al imperio romano. Debemos recordar que Jesús no tuvo ese tipo de autoridad del papa actual, que responde a una especie platonismo ontológico (los diversos seres se escalonan formando un todo) y político (los sabios de la República gobiernan a los menos sabios). Pienso que esa visión de la autoridad del Papa no es cristiana (ni siquiera israelita), pues presenta a Dios como poder, no como amor infinito. En contra de eso, podríamos decir que la «potestad» (suprema, plena, universal e inmediata) del Papa se identifica con el amor supremo, pleno, universal e inmediato con que se aman los creyentes, en apertura a todos los hombres, de manera que el Papa sea Amigo/a, Hermano/a de los amigos hermanos de la iglesia.

  • 4. Un papa que no es jefe de Estado.
  • Lo que define a la iglesia no es la eficacia de una organización separada (objetivada), sino la vida de cada uno de los hombres y mujeres y el hecho de que todos puedan compartir esa vida de un modo gratuito, por encima de las mismas diferencias confesionales, en servicio de amor y comunión que se inspira en Cristo. Sólo superando una visión del poder como potestad o capacidad de imposición de algunos sobre otros (de los que tienen sobre los que no tienen, de los que enseñan sobre los que aprenden), podrá surgir la verdadera iglesia, que es comunión de comuniones, comunidad de comunidades. Sólo en ese contexto podrá hablarse de un Papa, que no sea mayor que nadie, ni depositario de poderes que sólo él posee, ni primado sobre otros, sino amigo/a de amigos, hermano/a de hermanos.
    Por eso, el Papa debe abandonar toda potestad política, disolviendo desde ahora el Estado de la Ciudad del Vaticano, que dice fundarse, al menos simbólicamente, sobre el «memorial» de Pedro (dejando ahora a un lado el tema de la falsa «Donación de Constantino). Los Papas no han sido los únicos reyes o jefes de un Estado religioso, pues los Sumos Sacerdotes de Jerusalén fueron por un tiempo gobernantes (incluso reyes) de la comunidad judía y también fueron jefes de Estado muchos sacerdotes de ciudades sagradas de países muy distintos, de Egipto a México, del mundo helenista hasta el centro de África. Pero los otros han perdido su poder civil, mientras el Papa lo conserva.

  • 5. El papa como signo de la superación del poder.
  • Los papas de antaño pensaron que un tipo de «toma de poder» les ayudaría a realizar mejor su tarea. También otros movimientos políticos (desde la revolución francesa a la soviética), que han marcado la historia de Europa y del mundo, a partir del siglo XVIII, quisieron tomar el poder y lo tomaron para cumplir sus objetivos. Pues bien, tras el fracaso de varias revoluciones, y en especial de la marxista, muchos empiezan a pensar que la verdadera revolución no se realiza con la toma de poder, sino con otros tipos de presencia. Eso ha de aplicarse de un modo eminente a la iglesia.
    Lo esencial del cristianismo no es la toma, sino la superación del poder. No se trata, por tanto, de que los pobres asumen el poder y gobiernen bien, sino de que lo superen, de una forma positiva, desde el evangelio, no para volver al puro caos, sino para crear formas distintas de vinculación, entre las que puede ocupar un lugar el Papa. La «conversión» (revolución) cristiana debe hacerse desde fuera del poder. No se trata de que el Papa delegue funciones, regalando a las comunidades cristianas más autonomía, pues no puede dar lo que no es suyo, sino que debe retirarse, para que los cristianos sean lo que son (hombres y mujeres que se aman, en libertad) y para que las iglesias se expandan y organicen por sí mismas, desde la Vida y Recuerdo de Jesús, para unirse luego (al mismo tiempo) en comunión dialogal, realizando así la revolución del evangelio.

  • 6. La unidad de la Iglesia es la misma comunión de los creyentes, que se vinculan por gracia y servicio a los pobres.
  • Como símbolo y garante de servicio mesiánico y comunión de amor, puede (y creemos que debe) haber un hombre o mujer especial, vinculado a la memoria de Pedro y a la historia de la iglesia, un «Papa» que no sea signo de poder, sino de comunión, vinculado históricamente a la comunidad de Roma. Ese «Papa» será obispo de la diócesis de Roma (o de otra), dejando que las demás iglesias (conferencias episcopales, patriarcados, diócesis, comunidades no episcopales etc), se organicen por sí mismas. Una vez que el papado abandona el poder central que ha tomado (y que no era suyo), las comunidades cristianas quedan libres para crear sus comuniones y concilios, asambleas y encuentros, de manera que pueda surgir una iglesia recreada por un diálogo múltiple de personas y palabras, que se expanden por sin un centro superior, porque todos son centro, partiendo de los pobres.

    Según eso, la autoridad de las llaves de Dios la tienen los pobres y, en su nombre, las iglesias, es decir, las comunidades que quieran escuchar y cultivar el evangelio a través del encuentro concreto de sus miembros, que comparten de un modo inmediato (mano a mano, mesa a mesa, plato a plato) la palabra y el pan, vinculando los dos grandes signos de Cristo, que son el cuidado de los excluidos (crucificados, pobres) y el amor de los enamorados y amigos. Las comunidades, centradas en los pobres y en aquellos que saben quererles y quererse (cf. Mt 25, 31-45; Jn 13-15), podrán configurarse como lugares y espacios de encuentro humano, siempre concreto y abierto a los de fuera y a todo el resto de las comunidades mesiánicas.

  • 7. En la línea de Pedro.
  • Pedro vino a Roma, pero no para visitar al emperador, ni para compartir honores con los grandes senadores, sino para encarnar su mensaje en la capital de los pobres, donde llegaban y desembocaban todas las miserias de la tierra, un cuarto mundo de marginación, al lado del Quirinal y el Capitolio. Vino como un pobre judío de Jesús, en contacto con las varias corrientes del movimiento cristiano, no para dominarlas o dirigirlas desde Roma, sino para que todas pudieran encontrar un espacio de diálogo. Vino desnudo de poder, pero lleno de evangelio, en camino de Reino, abierto en el centro del Imperio para judíos y gentiles, culminando allí su tarea, como buen rabino de la iglesia.
    El rasgo principal de Pedro en el Nuevo Testamento ha sido el no tener rasgos propios, ni imponer una doctrina, sino abrir espacios de encuentro para los grupos cristianos, de manera que todos pudieran sentirse y ser autónomo a su lado, pactando con los otros. Pedro nunca dijo a Pablo cómo debía organizar sus iglesias, ni tampoco a Santiago o a los fieles de la comunidad del Discípulo amado. Nada mandó, nada impuso, y todos pudieron sentirse vinculados a su gesto y a la acción liberadora de sus llaves (llaves de Dios), en línea de evangelio. En esa línea, el Papa actual sólo podrá realizar su tarea si no es hombre dogmático, si no impone su opción, ni se eleva por encima de los otros. Tendrá que ser conocedor de los oprimidos, experto en fracasos y deseos de trasformación.

  • 8. Las llaves del Reino.
  • Las llaves de Pedro no implican un poder jerárquico, de organización administrativa o económica, sino todo lo contrario: son las llaves de un Dios que crea por amor, que «castiga» perdonando y abre a todos las puertas de la Vida. En un sentido, todos los cristianos son Pedro (portadores de las llaves de Dios); pero en otro sentido esa función de las llaves puede concretarse en un hombre o mujer a quien los restantes cristianos toman como signo de libertad y comunicación cristiana. Por eso, el «poder del Papa» no es suyo, sino de los creyentess que se lo han concedido, siendo el poder del Dios de la gracia. Normalmente, los poderosos buscan y ratifican su grandeza por la fuerza, diciendo que gobiernan «por gracia de Dios», pero atribuyéndose primados y poderes especiales. Pues bien, en contra de eso, los pobres como Pedro (en la línea de Jesús) no quieren triunfar, ni identifican el Reino de Dios con sus verdades, sino con el evangelio: «los ciegos ven, los cojos andas y los pobres son evangelizados» (cf. Mt 11, 2-4).
    Para hablar en nombre de ellos, el Papa ha de buscar y avalar la verdad de los demás más que la propia y querer el bien de otros (judíos, paganos o cristianos) más que el suyo, siendo de esa forma signo de esperanza para los pobres y de comunión para los creyentes, sin hacerse más importarte que nadie, pues tan pronto como alguien toma el poder y se eleva por fuerza (violencia) sobre otros pierde su base de evangelio. Pedro no tuvo un «primado», en sentido de poder, no se impuso sobre otros, ni les dijo lo que debían hacer. Pero tuvo y tiene la tarea de garantizar un espacio donde quepan todos, asumiendo desde sus diversidades, el amor de comunión de Cristo. Carece de sentido hablar aquí de primado o de jurisdicción, pues no se trata de saber quien es primero (cf. Mc 9, 33-37; 10, 35-45 par), sino de ofrecer y compartir un camino de concordia y comunión en Cristo. Siguiendo en esa línea, el sucesor (o sucesora) de Pedro no puede imponerse a los demás y precisamente por eso puede ser signo de unidad para todos, incluso (sobre todo) allí donde otros tienen la última palabra (como en el Concilio de Jerusalén: cf. Hech 15).

  • 9. Una función especial.
  • Si quiere mantener el recuerdo de Pedro, el Papa debe que renunciar al primado, entendido como jurisdicción sobre las iglesias. La función de Pedro no fue elevar su iglesia sobre las restantes, sino impulsar la comunión, como signo de universalidad cristiana. La Iglesia de Roma no debe imponerse a las demás, sino procurar que todas las iglesias sean libres y vivan en comunión. Por eso, el Papa ha de aceptar a las iglesias como son, a fin de que todas vayan descubriendo sus propios caminos, en comunión de amor (sin asimilación ni uniformidad). Sólo así, si lo desean (siendo cada una como es), las diversas iglesias podrán referirse a la de Roma como signo histórico de comunión y unidad.
    Lo que importa no es Roma como ciudad, ni siquiera su hermosa tradición latina, sino la función de Pedro, unida a la de Pablo (que también vino a Roma). Es normal que algunas iglesias, por razones de sensibilidad e historia, sientan todavía “aversión” por Roma. Por eso, es importante que mantengan su propia libertad, pues, en contra de un refrán muy conocido, los caminos no llevan a Roma, sino a Jesús (a los pobres) como fuente de gracia y comunicación para todos los hombres. Pues bien, si quiere ofrecer su servicio de comunión y evangelio a las iglesias (y en espacial a las que nunca han sido romanas, como la etíope o la siria) la iglesia de Roma sólo puede hacer una cosa: ofrecer su testimonio de evangelio.

  • 10. ¿Un Papa del futuro?
  • No podemos predecir lo que será el Papa en el futuro, pero conocemos lo que ha sido en el pasado y de esa forma le aceptamos, como obispo de Roma y signo de unidad cristiana. Roma no es ya lo que fue en tiempo de Pedro (capital del imperio, metrópoli de los pobres), ni lo que ha sido en casi dos mil años de historia (lugar de referencia clave para Europa occidental). Hoy existen otras capitales y metrópolis, quizá tan importantes en sentido religioso, dentro de un mundo que tiene muchos centros (Pekín y New York, La Meca y Benarés, París y Moscú, Sâo Paulo y Londres…), aunque el imperio es único y los pobres se encuentran esparcidos por doquier, sobre todo en los terceros y cuartos mundos.
    La inmersión de la iglesia en la ciudad e imperio de Roma fue admirable y ambigua. Pero los tiempos han cambiado y este cambio nos parece en principio positivo, porque nos sitúa nuevamente cerca del principio (de la situación en la que se movían Pedro y Pablo), de manera que si queremos ser cristianos debemos salir de las instituciones imperiales de poder, dominadas por el capitalismo, para volver a caminar a la intemperie de la vida, con todos los que acojan el amor busquen esperanza de evangelio. En tiempos de Pedro el centro del mundo habitado (y de los marginados del mundo) parecía Roma y allí fue Pedro (y también Pablo). Hoy debemos volver al centro que se encuentra en la periferia de los pobres y expulsados de nuestro tiempo, para ofrecer desde allí un camino de evangelio para todos los pueblos (cf. Mt 28, 16-20). En esta nueva situación ha de encontrar su lugar el nuevo papa.

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