Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

¿Pérdida de conciencia religiosa o pluriformidad de estilos creyentes?

02-Agosto-2007    Sergio Zalba
    Este artículo de nuestro colaborador argentino fue escrito en el mes de enero pero tiene mucha actualidad en nuestro portal tras el que escribió Faustino Teixeira sobre el pluralismo religioso y el de Juan Luis Herrero sobre historia y conciencia.

El lugar que ocupa la religión (las religiones) en este cambio de época, es un tema de sumo interés tanto para científicos sociales como para filósofos, teólogos y líderes religiosos de cualquier confesión.

La primera y más inmediata apreciación, a vistas del desprestigio en el que habrían caído las instituciones en general y las religiosas en particular, fue la de señalar una suerte de desvanecimiento global del universo creyente. En términos del lenguaje y de la cosmovisión católica, se habla de secularismo entendido como una concepción de la vida al margen de Dios.

Otra lectura de la misma realidad, en cambio, señala en dirección diferente: no asistiríamos a un desinterés por lo religioso en sí mismo, sino a una enorme diversifica-ción de los sistemas creyentes. Así, la pérdida del peso moral que hasta ahora supieron ejercer las grandes religiones, se traduciría en mayor libertad interior para la elección personal del modelo religioso. Dicho en otros términos: de un modelo de concentración creyente en pocas religiones, se estaría pasando otro caracterizado por la pluriformidad de las creencias. Lo cual, obviamente, no hablaría de un desprecio por el ámbito de la espiritualidad y de la trascendencia, sino, de la aparición en escena de nuevas maneras de alimentarlo y de vivirlo.

Para los católicos en nuestra región, habituados a la hegemonía histórica de nues-tra fe, este dato se transforma en un hueso duro de roer. De algún modo se nos hace preferible hablar de “pérdida de conciencia religiosa” antes que de migración a otros sistemas creyentes. Mientras que lo primero sería simplemente un abandono, lo se-gundo sería una traición. (Se me ocurre esta analogía: si mi esposa me abandonara, preferiría que fuera porque dejó de amarme y no porque encontró a otro mejor que yo. Es una cuestión de orgullo).

Según se observa, por otra parte, la teoría de la diversificación no sólo refiere a una multiplicidad de religiones formalmente constituidas en tales, que son muchas. Refiere también, y sobre todo, a una suerte de espiritualidad que no responde necesa-riamente a una confesión específica, sino a “modos personales” de vincularse con lo divino o de relacionarse con lo sagrado.

Este no es un dato nuevo. En la tradición católica lo conocemos desde hace añares y se ha expresado con afirmaciones de este tipo: “creo en Dios pero no en los cu-ras…”; “soy católico pero no voy a misa…” y otro montón de frases por el estilo.

La novedad, tal vez, a la que asistimos en estos tiempos, es que mientras esos “modos personales” sólo descartaban algunos aspectos de la doctrina, ahora saben, además, incorporar elementos de otras cosmovisiones. Es bien probable, que el movi-miento conocido como “Nueva Era”, de dificilísima aprehensión global por su diversidad interna, haya influido significativamente en la proliferación de este fenómeno.

En este contexto, no son pocas las personas que encontraron en las iglesias pente-costales su lugar de referencia. Otras agrupaciones religiosas de distinto signo y pro-cedencia también supieron captar adhesiones, pero son muchísimos quienes continúan reconociéndose como católicos aunque expresen importantes diferencias doctrinales.

En conjunto, parece avanzarse hacia una especie de deísmo que se presenta como desmitificador del valor tradicional de las instituciones religiosas. La premisa generali-zada constituye un conjunto de afirmaciones más o menos de este tenor: Dios existe, todas las religiones son valiosas, lo que importa no es el cumplimiento ritual sino ser buena persona, la vida del espíritu se alimenta en la contemplación y el cuidado de la naturaleza, en el amor a los otros, en el respeto por los derechos humanos, en la par-ticipación social y política… A su vez, la bienvenida conciencia ecológica, ignorada por siglos en el seno del catolicismo, aflora en estos días con una impronta de tono religio-so. Y no es para menos, o acaso no se trata de proteger la naturaleza, creada por Dios para el bien de todos.

Este es, a rasgos sintetísimos, uno de los puntos en el que nos encontraríamos en este inicio de siglo. Nos resta, después de este simple análisis situacional, buscarle una respuesta a la pregunta del millón: ¿y ahora qué hacemos?, es decir, cómo desenvol-vemos en este contexto, el convite evangélico de construir el Reino y de anunciar a los pueblos la Buena Nueva de Jesús.

Desde hace algún tiempo, no son pocas las voces enojadas que se alzan duramen-te ante quienes viven, en más o en menos, este tipo de espiritualidad. Para muchos, haber tolerado las “impurezas” del catolicismo popular ya les resultó demasiado. La diferencia, es que el catolicismo popular llena las iglesias, este otro modelo, las vacía. Por eso, resulta comprensible el retroceso teológico respecto al impulso conciliar. No son pocos quienes afirman –con mayor o menor explicitud- que al Concilio “se le fue la mano” en la valoración de la pluralidad religiosa y que el “pulso firme” y la presión moral daban mejores resultados.

El de la crítica, el enojo, la anematización, el llamado vehemente a la recuperación de la única verdad y en ocasiones, hasta la burla y el desprecio, son algunos de los modos posibles de salir al cruce de este nuevo panorama. Pero hay otros…

La imagen de Pablo que comenzó su predicación en el Areópago felicitando a los atenienses por ser tan religiosos (Hech. 17,22), puede marcar un estilo. Pero además, tengo para mí una sospecha: ¿no será, que después de tantos siglos de trabajar en pos de la institucionalización eclesiástica como mecanismo evangelizador, habrá llega-do la hora de recorrer el camino inverso? Asumir la realidad de un cristianismo “des-perdigado” y de una espiritualidad que busca por fuera de las fronteras “controladas” es la primera y necesaria decisión. Desde allí, tal vez, pueda reimaginarse la Iglesia a sí misma en su función histórica y en el lugar que hoy le cabe en el concierto social.

Enero 2007

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