Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Vientos de restauración

09-Agosto-2007    Giancarlo Zizola
    El autor, uno de los mejores analistas de la actualidad religiosa, que destacó los gestos proféticos incumplidos de Juan Pablo II en La otra cara de Vojtyla y ha estado dos años confiando que Benedicto XVI llevaría a cabo las reformas aplazadas, contra el estereotipo conservador que de él existía, se muestra ahora duro en este artículo, extenso porque sus análisis son siempre razonados y matizados. [ATRIO se ha permitido resaltar con negrita algunos párrafos para ayudar en una primera lectura rápida. Pero vale la pena no perderse una palabra del lúcido texto].

Dos decisiones importantes del pontificado de Benedicto XVI publicadas en la segunda semana de julio, respectivamente sobre materia de liturgia y sobre cuestiones ecclesiológicas y ecuménicas fueron interpretadas por los medios de comunicación dominantes como señales explícitas de un retroceso anticonciliar en la marcha de la Iglesia Católica. Algunos observadores las consideraron sin más el golpe de gracia del programa de restauración que ya en los últimos años de Pablo VI había empezado al reinterpretar hacia atrás algunas de las decisiones del Vaticano II a fin de restringir su eficacia reformadora.

En ambas decisiones se han diagnosticado los síntomas de una Iglesia en fase de atrincheramiento dogmático, envenenada por su propio narcisismo eclesiocéntrico y temerosa de abrirse a la complejidad de la historia y de reconocer en ella valores espirituales.

Lo que me propongo verificar, dentro de los límites de estas pocas páginas, en el análisis que voy a desarrollar a continuación es si estas lecturas son fundadas e imparciales o más bien exageraciones debidas al prejuicio existente de que Ratzinger padece un conservadurismo incurable. Pero debo adelantar que estas impresiones no son exclusivas de los medios sensacionalistas y frívolos pues también en obispos y cardenales he encontrado consternación e indignación –alguno no vaciló en lamentarse de que ciertos grupos poderosos podrían haber influido en el Papa para cometer errores de tal gravedad– después del motu proprio Summorum Pontificum que autoriza el uso del misal romano anterior al aprobado por Pablo VI en conformidad a la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, con el intento de dar satisfacción a los círculos lefebvrianos y apagar así su sectarismo.

Para unos ha sido un día de luto, como dijo el obispo de Sora y Aquino monseñor Luca Brandolini en una valiente entrevista (La Repubblica, 11 julio). La reforma litúrgica, la primera y una de las más importantes del Concilio, habría sido puesta al borde de la sepultura. Para otros, los aguerridos militantes de la restauración, los seguidores de la Iglesia de Lepanto, del Sílabo y del antimodernismo, el 7 de julio fue el día de la revancha, su toma de la Bastilla. “El motu proprio de Benedicto XVI es un regalo de la gracia”, se congratulaba el sucesor de Lefebvre, monseñor Bernard Fellah. “No es un paso, es un salto en la buena dirección”. Por lo tanto, no lo veían como un empate equilibrado, sin ganadores ni vencidos. Una acción pastoral de generosidad pastoral, realizada por el Papa para superar el cisma de los ochenta, era interpretada por unos como una acción perjudicial para la unidad de la Iglesia y la creatividad litúrgica, y además como un desmentido de los esfuerzos y de las verdaderas conversiones culturales maduradas en la Iglesia, en pura obediencia, para adaptar la liturgia a las cambiantes necesidades pastorales de los tiempos y a las diferentes culturas de otros lugares; por otros, en cambio, era recibida como la suspirada consagración de sus razones para resistir y rebelarse.

Como remate llega el 10 de julio una declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe que aporta algunas precisiones en el idioma típico de quien se encarama en los escaños del Sanedrín para determinar el grado de cristianismo existente en el ADN de las otras Iglesias cristianas, una vez establecido que la Iglesia Católica es la única que puede jactarse de poseer la verdadera “plena identidad” de la Iglesia de Cristo.

Antes de referirme concretamente al contenido de las dos intervenciones magisteriales (que son menos unívocas de cómo han sido presentadas en los comentarios, a veces toscos y panfletarios, de los medios de comunicación dominantes) y a las discusiones que suscitaron, me parece apropiado para nuestros lectores recordar que, entre los numerosos comentarios, es imposible sustraerse a lo que parece más sangrante y problemático y que ciertamente debe ser tratado con la debida prudencia: se trata de dilucidar si estos documentos han supuesto para la Iglesia Católica, en esta fase del gobierno eclesial, en el tercer verano del Papa Ratzinger, una clara rendición del pontificado frente a las fuerzas siempre virulentas de la derecha católica que, fosilizadas en la cultura de la intransigencia del siglo XIX, nunca aceptaron en la Iglesia la superación del espíritu de cruzada, el diálogo con la modernidad, el ecumenismo y el diálogo con las otras religiones, en una palabra, el giro dado por el Vaticano II.

Según estos observadores –y personalmente me gustaría que se equivocaran– se habría roto el delicado equilibrio sobre el que se basó la elección mayoritaria del cónclave en Joseph Ratzinger, hasta el punto de hacer temer que las medidas de julio no sean episódicas y coyunturales sino parte de un proyecto general de contrarreforma. Serían el anuncio de otras medidas que dañarían la orientación conciliar que había moldeado, aunque con titubeos y tendencias involutivas, la figura de la Iglesia Católica a partir de la segunda mitad del siglo XX.

No me ha resultado difícil recoger de fuentes vaticanas creíbles la preocupación por la excesiva soledad del Papa y dudas de si él mantiene suficientemente el pulso con los viejos núcleos tradicionalistas o si en cambio le resulta difícil ser imparcial con ellos, dado que les une una instintiva empatía intelectual. Algunos de ellos no vacilan en mostrar su preocupación por el hecho de que, encerrado entre las estanterías de sus queridas bibliotecas, y con pocos consejeros de valor, Benedicto XVI no sólo no muestre suficiente pulso en el timón, sino que no capte suficientemente el pulso de la real situación pastoral de su Iglesia.

En esta situación lo principal no sería desarrollar ahora nuevas perspectivas sino permanecer aferrados a lo que todavía queda del Concilio para evitar su completa destrucción bajo la excusa de una falsa “continuidad con la Tradición”. Como si la Tradición no necesitase dar siempre nuevos pasos en la evolución tanto dogmática como pastoral para poder revivir, alimentarse y así desarrollar con nuevos lenguajes sus valores abriendo las puertas de los templos.

  • El golpe a la reforma litúrgica
  • La discusión litúrgica en el campo conservador ha abandonado rápidamente las rígidas actitudes negacionistas de monseñor Lefebvre contra la Misa de Pablo VI y la autoridad del Concilio (que dieron pie al cisma del 88). Ahora buscan más bien, en beneficio propio, subirse al carro del pluralismo –uno de los productos “relativistas” de la vituperada modernidad– con tal de reconquistar simplemente un estatuto legítimo en la Iglesia latina junto a la liturgia reformada. Aunque no han abandonado la sospecha de que el idioma vulgar moderno, en la variedad de culturas y lenguas habladas, pueda significar lo trascendente.

    Lo cierto es que la historia de estos treinta años del movimiento de los lefebvrianos es ya un modelo de lo que la disensión puede conseguir en la Iglesia, en su rebelión contra el corazón simbólico de un sistema estable como la Iglesia romana, lanzando cada día un envite al papado y a un Concilio Ecuménico, convirtiéndose en jueces del magisterio papal y conciliar, a quienes acusan de desviacionismo, de herejía liberal y modernista, de haber traicionado la Tradición.

    Lefebvre, profundamente antiprotestante, enemigo de todo ecumenismo y de cualquier concesión al pluralismo, parece haber ganado la partida al Portero “amigo” por penaltis, con una actitud típicamente protestante, haciendo mella en las contradicciones del sistema. Ya en los años ochenta declaraba contar con muchos cardenales en Roma que le eran favorables, y ciertamente Ratzinger debía estar entre ellos si ahora, en la tranquilizadora carta mandada a los obispos para explicarse, ha escrito que en el origen del cisma Lefebvre no fue el único responsable, pues hubo también “omisiones de la Iglesia que tienen su parte de culpa en el hecho de que estas divisiones hayan podido consolidarse”.

    La alianza entre conservadores radicales y tradicionalistas moderados se fue reforzando durante el reinado de Wojtyla, una vez que se admitió que el magisterio del Vaticano II formaba un “continuo” con la gran tradición de la Iglesia. Era ésta la doctrina con la que Ratzinger, ya a principio de los ochenta, se empeñó personalmente en desbloquear el cortocircuito cismático. De cardenal no había subestimado la importancia de la nostalgia religiosa por la antigua misa que, lejos de desaparecer, se había ido reforzando, como factor integrante de la nueva derecha religiosa, aprovechando los abusos y fallos pedagógicos de la nueva liturgia, junto a una creciente necesidad de sacralidad metafísica y de signos de identidad de Occidente.

    Era normal que la renovación del diálogo con los lefebvrianos entrara en los pactos del último cónclave, preocupado por deshacer los nudos problemáticos heredados. Ya Papa, con su hermano mayor también sacerdote alineado con los lefebvrianos, Ratzinger recuperó inmediatamente el diálogo en el que él mismo y sus predecesores habían fallado. El inciso sobre las “omisiones” sin las que el diálogo habría conseguido evitar la deriva cismática ha sonado como un reproche hacia los predecesores, o incluso como un distanciarse de la política de Juan Pablo II hacia los lefebvrianos, una política conciliadora sí, pero no al precio de liquidar la autoridad del Concilio y de sus principales adquisiciones reformadoras.

    Podría contar los sufrimientos y auténticas humillaciones que tuvo que experimentar Pablo VI: su sustituto monseñor Benelli me confió haber visto al Papa arrodillarse, con lágrimas en los ojos, a los pies del inflexible obispo rebelde, para conjurarle a ceder. Un obispo que procedía de la Action Française, enquistada con su antisemitismo en el Seminario francés de Roma y condenada en 1925 por Pío XI. Un obispo que, delegado apostólico en Dakar, fue tan racista que excluyó del seminario a un clero africano autóctono, a pesar de los intentos en vano de Pío XII por hacerle dimitir: y que, ante la insistencia del presidente del Senegal Leopold S. Senghor, Juan XXIII tardara dos años en convencerle (todavía no sabía hasta qué punto el personaje era un testaduro orgulloso de sí mismo) a ser trasladado a una diócesis de Francia, Tulle. Año 1962.

    Éste es el personaje que tomó como rehén la reforma del Vaticano II, jugando con dos Papas; éste es el hombre que, simulando acatamiento de la autoridad, ha capitaneado la rebelión antipapal de los años setenta del siglo pasado. Y ahora el hecho de que los papas anteriores no le hayan regalado el Concilio a precio de saldo ha sido descrito en el motu proprio de su sucesor como una culpa.

  • Más allá de las concesiones de 1988
  • La solución escogida para cerrar el cisma lefebvriano hace referencia al protocolo de acuerdo firmado por Ratzinger y Lefebvre el 5 de mayo de 1988, que incluía el principio de la cohabitación de las formas litúrgicas: un texto en el que el discrepante aceptaba lo que poco después iba a rechazar: reconocer la validez de las misas y de los sacramentos celebrados según los ritos postconciliares, que él negaba por estar viciados de modernismo y liberalismo. A cambio recibiría una amplia autonomía.

    Se debe sin embargo indicar que el motu proprio ha ido más allá de las concesiones del 88, aunque ha mantenido el marco formal de la reforma montiniana, para no rendirse a una contrarreforma temida por muchos episcopados por su efecto desestabilizador.

    Pero es evidente que no se trata sólo de conseguir la revalorización de la lengua latina en la liturgia católica. Porque, si éste hubiese sido el problema, habría sido suficiente recomendar el uso del Misal de Pablo VI en su edición típica en latín, que ya existe. Y tal medida habría obtenido la aprobación universal.

    En la realidad, el motu proprio ha ignorado esta tercera vía para dar otra vez carta de ciudadanía al misal romano de 1962, denominado de Juan XXIII, pero que en realidad se remonta a Pío V, el papa de Lepanto, que tiene un lenguaje y un trasfondo filosófico y social de la fe católica enteramente diferente y a veces chocante (por ejemplo, en el punto de la oración para los judíos). Querer hacer coexistir calendarios de santos, lecturas, oraciones, estructuras litúrgicas totalmente discordantes y asimétricas en la misma comunidad eclesial es peor que reclamar que un hombre ande con un par de zapatos desparejados, de medidas y colores diferentes.

    ¿Es concebible que la Iglesia pueda celebrar en latín en África, Asia, América? ¿Acaso, incluso en Europa, no es significativo el hecho de que el conocimiento de la lengua latina no figure entre los requisitos necesarios para que un sacerdote sea propuesto como obispo y que incluso en Italia se calcula que por lo menos la mitad de los obispos no sabe latín? Una cosa es procurar la conservación de los tesoros culturales griegos y latinos de los primeros siglos, para no dejar que enmohezcan, y otra muy distinta es girar hacia atrás las flechas de la historia y pretender sacrificar la unidad del pueblo católico ante sus altares a las opciones subjetivas, a los gustos culturales e incluso a las visiones ideológicas de una pequeña minoría retrógrada, pero poderosa políticamente.

  • Las parroquias personales: un ataque a la unidad jerárquica
  • Pero el motu proprio no se limita a regular una “convivencia de hecho” entre formas litúrgicas “ordinarias” y “extraordinarias” que hay que experimentar, sino que abre también la posibilidad de crear parroquias “personales” integradas por lefebvrianos. Se trata de una separación litúrgica del resto de la Iglesia diocesana que plantea un grave problema eclesiológico y no sólo para las concelebraciones.

    Incluso la perspectiva de que también los párrocos puedan autorizar la apertura de lugares especiales para los tradicionalistas según el modelo de las “parroquias personales” ha supuesto para muchos una generalización del sistema canónico de la “prelatura personal” instaurado para el Opus Dei, con consecuencias juzgadas como letales por algunos cardenales romanos en la unidad jerárquica de la Iglesia.

    Y en efecto, el peligro mayor no consiste en el pluralismo de las formas litúrgicas, que siempre ha existido en la Iglesia, que admitía también celebraciones según el misal de San Pío V. La mayor paradoja consiste en que la contrarrevolución aprovecha instrumentalmente no sólo sobre el principio revolucionario del pluralismo sino también el de la democracia en la Iglesia: de hecho el motu proprio reconoce como positivo el que “los grupos de fieles” promuevan misas según el rito del misal romano publicado en 1962, iniciativas que el párroco debe acoger.

    El artículo 7 prevé que cuando el mismo párroco se oponga a las demandas de un grupo de fieles laicos, estos informen de ello al obispo diocesano, al que “se le ruega encarecidamente que cumpla su deseo”. Y si también el obispo fuese contrario, entonces el grupo está autorizado a hacer que intervenga la Comisión Pontificia “Ecclesia Dei”, para doblegar también a los obispos. Lo que el motu proprio ratzingeriano ha diseñado es exactamente por lo tanto, más allá de la cacareada paz litúrgica en la Iglesia, un debilitamiento sensacional de la autoridad jerárquica legítima en la Iglesia Católica. Pequeños grupos de nostálgicos de derecha, que utilizan el altar para consolidar ideológicamente el fundamentalismo católico, han recibido por ley el poder de imponerse tanto a sus párrocos como a sus obispos. Es difícil, pues, no compartir las razones de cuántos han manifestado el temor de que el motu proprio instaure una dictadura de la minoría en la Iglesia Católica y ate las manos a los obispos, con resultados devastadores difícil superables.

    Desde el punto de vista canónico, sería interesante conocer la opinión de algún jurista sobre la coherencia de estas disposiciones anarquistas respecto a la estructura jerárquica del derecho divino de la Iglesia. No me siento lejano de su posición si afirmo que una cosa es el pluralismo legítimo, y otra del todo diferente una Babel. De todas formas el Summorum Pontificum ha ofrecido una prueba oficial de que también el disenso puede vivir legítimamente e incluso ganar en la Iglesia, con tal de que se provea de 4 condiciones:

      1. debe ser de derechas;
      2. tener algunos cardinales y a posible futuros papas como padrinos en el Vaticano;
      3. gozar de suficiente contumacia;
      4. contar con aliados políticos poderosos, no necesariamente honrados.

    Cómo hizo notar Enzo Bianchi, “se abandona el indulto otorgado por Juan Pablo II, porque entonces se concedía la posibilidad de celebrar la misa llamada de San Pío V si el obispo lo permitía, mientras que ahora existe la posibilidad de celebrarla y el obispo no lo puede prohibir. No es ya una dispensa regulada sino una exención total de reglas” (La Repubblica, 8 julio 2006).

    Mucho dependerá de la manera con que los tradicionalistas eviten, si lo consiguen, interpretar un acto de generosidad pastoral como el acceso a un baluarte de la restauración, con el espíritu de una revancha del grupo contra la reforma. A pesar de las sonoras proclamaciones de Lefebvre, Benedicto XVI ha declarado que una separación de ritos no implica la separación en la fe, tradicional en unos, modernista en otros, ya que la fe católica, si es tal, es bastante grande como para cobijar la variedad de las formas, sin rechazar ninguna.

  • ¿Una guerra de misales?
  • Pero se debe admitir que existe mucho escepticismo entre los obispos y en las parroquias acerca de la credibilidad de una renuncia repentina de los lefebvrianos a dejar de ganar posiciones a codazos y a quedar satisfechos con la espléndida comida que les ha regalado Benedicto XVI. Se prevé en cambio que, reforzado por el motu proprio papal, este grupo no vacilará en lanzarse a nuevas exigencias para una completa reorganización de la Iglesia según una manera substancialmente tradicional.

    ¿Es una guerra de misales la que se está preparando? No son pocos los que lo temen. El Papa no comparte este pesimismo y de todo corazón le deseo que tenga razón. Él ha apelado a un sentido más maduro y generoso de la hospitalidad recíproca dentro de la Iglesia Católica, para acabar con este tumor del lefebvrismo antes que se consolide como una Iglesia separada. ¿Pero, y si lo que pasa es que ahora se le ha dado precisamente la oportunidad de infectar a todo el cuerpo de la Iglesia? No es difícil prever que durante un cierto período la cohabitación de hecho entre la liturgia reformada y la liturgia antigua dará lugar a una barahúnda difícil de manejar.

    En la carta a los obispos, el Papa ha escrito que confía en el éxito final del pluralismo litúrgico para desbloquear el proceso cismático. Pero no ha dicho nada sobre qué garantías ha obtenido de los excismáticos a cambio, como la de que ellos no se aprovecharán de la nueva ciudadanía obtenida para derribar la estructura pastoral de la misa reformada, que permanece, como ha declarado el motu proprio, como la forma ordinaria y común de la liturgia de la Iglesia. Ni siquiera el motu proprio hace alusión a condición alguna tratada y aceptada por los lefebvrianos para reconocer el magisterio del Vaticano II.

    Claramente a los “conciliares”, más allá de la obediencia con los ojos abiertos, no queda más que compartir, en la fe, la esperanza del Papa en que la cohabitación produzca una ósmosis progresiva entre una y otra forma del mismo rito, evitando cerrazones recíprocas. Para construir una hospitalidad recíproca mayor y para conjurar la constitución de una Iglesia paralela, Roma cuenta con el sector del frente tradicionalista ya desgajado de los lefebvrianos, los “arrepentidos” del Instituto del Buen Pastor de Burdeos y del monasterio de Barroux.

    Es casi superfluo recordar que esta medida estaba anunciada, desde del momento en que Ratzinger lo había declarado muchos años antes de llegar a ser Papa. “En una Iglesia que está abierta a un sano pluralismo –había escrito en 1994– creo que se debería mostrar comprensión y generosidad, para abrir también a estas experiencias la posibilidad de dejarse oír realmente en casa, en la Iglesia común y universal, de reconciliarse eliminando los motivos del cisma”.

  • La hermenéutica eclesiocéntrica de la Lumen gentium
  • Tres días después del motu proprio que restituía el documento de identidad al misal de los anticuarios junto a la liturgia “ordinaria” reformada, la Congregación para la Doctrina de la Fe intervenía con una puesta a punto de la identidad de la Iglesia Católica como sujeto en el que “subsiste” concretamente la Iglesia de Cristo. El documento fue publicado el 10 de julio (pero con la fecha simbólica del 29 de junio, fiesta de San Pedro y San Pablo y tradicional “fiesta del Papa”) en forma de cuatro Respuestas a preguntas sobre algunos aspectos de la doctrina en la Iglesia.

    El propósito declarado era disipar “interpretaciones equívocas” de la constitución dogmática Lumen gentium aprobada por el Concilio Vaticano II.

    En ella la fórmula tradicional “la Iglesia de Cristo es la Iglesia Católica” había sido reemplazada por la fórmula “la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica”, en el sentido de que allí se encuentra concretamente. El Concilio con este cambio pretendía decir que la Iglesia de Cristo es más grande de la Iglesia Católica, que no se agota en su cuerpo concreto y cabe acercarse a ella sólo a través de un esfuerzo colectivo de reforma en los límites humanos de la institución. Con ello se desvirtuaba también la pretensión clásica según la cual “fuera de la Iglesia no hay salvación” y ni siquiera hay Iglesia. Y se alejaba la imagen de esa Iglesia que, aún siendo órgano del amor de Dios hacia la humanidad entera, se presentaba menos como hermana y más como institución rígida en la pretensión de su propia autosuficiencia, defendiendo el monopolio exclusivo de la salvación, como si fuera una raza elegida y dominadora.

    Algunas interpretaciones “relativistas” de tal novedad habían dado lugar a interpretaciones teológicas también radicales (como las del teólogo de la liberación Leonardo Boff) y éstas habían a su vez provocado una relectura restrictiva del Santo Oficio sobre el cambio conciliar.

    En esta puesta a punto había influido la visión “continuista” del cardenal Ratzinger, especialmente con la declaración Dominus Iesus del año 2000, considerada por cardenales influyentes y por muchos teólogos como un trágico error. “Se ha escogido un lenguaje equivocado” había declarado el cardenal Franziskus Koenig, emérito de Viena, uno de los pioneros del diálogo con las religiones no cristianos. “Hay pasajes terribles en el documento. La Congregación para la Doctrina de la Fe debe prestar atención, de otro modo se corre el peligro de dañar las relaciones ecuménicas”.

    En un primer análisis comparativo, las Respuestas no aparecen sin embargo como una pura y sencilla reproducción de la puesta en guardia anterior, que había levantado suspicacias, especialmente entre los interlocutores ecuménicos ante el temor de que se volviera al modelo del “regreso al redil” de los “hermanos separados”. La intervención del órgano doctrinal supremo parecía más bien interesada en introducir algunos matices exegéticos para desmontar la impresión de una actitud exclusivista de la Iglesia romana por el hecho de reafirmar su propia continuidad e identidad con la verdadera Iglesia de Cristo.

    La tercera respuesta relanzaba claramente los textos conciliares en los que se reconocía “el carácter y la dimensión realmente eclesiales de las comunidades cristianas que no están en plena comunión con la Iglesia Católica”, ya que tienen “múltiples elementos de santificación y de verdad” presentes en ellas. Según el comentario oficial de acompañamiento, “ellas tienen indudablemente valor salvífico” (lo que le parecía dudoso a Ratzinger en el año 2000) y además “el diálogo ecuménico permanece siempre como una de las prioridades de la Iglesia Católica”.

    Se reconocía, no obstante, la afirmación explícita de que la Iglesia de Cristo “subsiste” en la Iglesia Católica”, que también las Iglesias o comunidades eclesiales no católicas tienen “un carácter eclesial, aunque diversificado”. “La identificación de la Iglesia de Cristo con la Iglesia Católica –comentaba en la Radio Vaticana el secretario de la Congregación Angelo Amato–- no hay que entenderlo como si fuera de la Iglesia Católica hubiera sólo un vacío eclesial, ya que en las Iglesias o comunidades eclesiales separadas se dan importantes elementos de la Iglesia”.

    Se recupera así, por lo menos para las Iglesias orientales separadas, el título de “Iglesias hermanas” del que parecían haber sido privadas. Los suyos son sacramentos de verdad, la sucesión apostólica es verdadera y el sacerdocio es verdadero. Lo único que falta es que no están todavía en comunión con el Papa, careciendo por tanto, a juicio de los sumos sacerdotes vaticanos, de “uno de los principios constitutivos internos” de la Iglesia particular.

    Diferente es el tratamiento de las Comunidades protestantes: según el documento, que estamos resumiendo, éstas no pueden ser llamadas “Iglesias”, sino sólo “comunidades eclesiales” porque, careciendo del sacerdocio ministerial, “no han conservado la genuina y entera sustancia del misterio eucarístico”. Pero se admite además que la misma Iglesia Católica es imperfecta, dada que su universalidad “a causa de la división de los cristianos encuentra un obstáculo para su plena realización en la historia”.

    En el dilema que el mismo texto calificaba de “paradójico” entre la reafirmación romana en los principios identitarios y el objetivo de “reforzar el diálogo ecuménico”, estas Respuestas intentaban encontrar una conciliación, aunque a su vez se constituyeran en una fuente de ulterior malestar, presentando la explicación del Papa Ratzinger al documento más embarazoso del cardenal Ratzinger.

    Quisiéramos dar el crédito al Papa de haber intentado –si nuestra lectura es suficientemente fiel a la letra y al espíritu del texto, absteniéndonos de catastrofistas exageraciones y de cualquier juicio de intenciones– evitar la recaída en aquella fatal piedra puesta en el camino del diálogo ecuménico el año 2000, especialmente en relación con las Iglesias ortodoxas, que es con las que más esperanza tiene Benedicto XVI ante los palpables resultados del camino de la unidad. Pero ciertamente sería difícil subestimar el significado involutivo de una reivindicación de la “perenne continuación histórica” de la Iglesia católica como única heredera de la Iglesia de Cristo y depositaria de su verdad: una tesis que vuelve a salir de manera por decirlo así “perfectista”, dejando de lado el espíritu del humilde conocimiento de las deficiencias de la propia historia, de las propias desviaciones, de los antitestimonios, de los errores históricos y de los propios escándalos, en definitiva todos aquellos sucios pasos pecaminosos que inspiraron a Juan Pablo II la resolución de reconducir a la Iglesia por los caminos de la penitencia y de los “mea culpa”.

    Se replanteaba por lo tanto adecuadamente la cuestión lanzada al día siguiente de la Dominus Iesus por el jesuita francés Henri Madelin en un editorial de la revista mensual Etudes: “¿Quién puede llamarse poseedor de la verdad, esta verdad que ‘os hará libres’? Cada uno de nosotros, y la misma Iglesia, está en busca de esta verdad, como el mendigo al borde del camino. Una verdad demasiado poco impregnada de humildad, que nace del amor recíproco, es una verdad difícilmente asumible y por lo tanto debilitada” (“Rome dans ses murs”, Etudes, 3935, Paris, p.439)

  • Las repercusiones
  • Las reacciones de las Iglesias ortodoxas y protestantes no se hicieron esperar, marcadas generalmente por una grave desilusión. Los observadores ligados a la herencia del Concilio Vaticano II manifestaron la opinión de lo arriesgado que es abandonar el rumbo conciliar y “herir de muerte la credibilidad ecuménica del catolicismo romano” (Alberto Melloni, Corriere della Sera, 11 de julio 2007). En el mismo Vaticano los círculos que han permanecido coherentes con la apertura ecuménica del Concilio se apresuraron a aliviar los temores generalizados con algunas intervenciones de vaselina con la esperanza de reducir el impacto perjudicial del decreto del ex-Santo Oficio en las relaciones ecuménicas. Se aproximan hechos cruciales en el camino de la unidad: ante todo la tercera Asamblea Ecuménica Europea convocada en Sibiu (Rumanía) a primeros de septiembre, con delegaciones de todas las Iglesias cristianas del este y del oeste de Europa. Se prepara además para octubre la nueva reunión de la Comisión mixta del diálogo entre católicos y ortodoxos.

    El intento más autorizado para rescatar el diálogo ecuménico de la tempestad provocada por el decreto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, fue el protagonizado por el cardenal alemán Walter Kasper, presidente del Consejo Pontificio para la unidad de los cristianos.

    En una declaración publicada a propósito del documento, Kasper se esforzaba en rectificar las lecturas pesimistas dominantes. Negaba que existiese una razón objetiva de indignación o motivos para que los protestantes se sintieran duramente tratados. “Si la Declaración define el perfil católico –afirmaba–, es decir, lo que desde el punto de vista católico desgraciadamente todavía nos divide, esto no limita el diálogo, sino que, al contrario, lo favorece”.

    Según el cardenal de una lectura atenta del documento en cuestión se debería deducir que “no niega que las Iglesias protestantes sean iglesias, sino que no lo son ‘en el sentido propio’, es decir, en el sentido en el que la Iglesia Católica se incluye sí misma, porque son Iglesias de otro tipo”. Subrayaba igualmente que “la Declaración dice que también en las Iglesias protestantes Jesucristo está presente realmente para la salvación de sus seguidores”.

    Por lo tanto, –concluía Kasper– la Declaración “no constituye un retroceso con respecto al progreso ecuménico ya alcanzado, sino que nos compromete a resolver los problemas ecuménicos que todavía tenemos por delante. Las diferencias existentes nos deberían espolear y no trastornarnos porque las llamemos por su nombre”.

  • Algunas respetuosas preguntas cristianas
  • Quedan no obstante algunas preguntas por contestar.

    ¿Es visible en estos documentos el amor de Jesús para toda la humanidad? ¿Ese amor sobre el que también la Iglesia será juzgada? ¿No vino Jesús para todos? ¿O vino sólo para la Iglesia Católica? ¿Existen prioridades en el Reino de los Cielos que no sean en favor de los más pequeños, de los excluidos y degradados por la historia, también por la de la Iglesia? ¿No cae la Iglesia en la misma discusión posesiva que se dio entre los discípulos de Jesús sobre “quién es el más grande en el Reino de los Cielo”? ¿Se mantiene la Iglesia en la línea de la contestación de Jesús: “En verdad os digo: quien no se convierta y llegue a ser como los niños, no entrará en el reino de los cielos. Así, quienquiera que se haga pequeño como este niño, será grande en el reino de los cielos “(Mc 18, 3-5)?

    ¿No se equivoca la Iglesia Católica en esta puntillosa cuestión de privilegios sobre una salvación que es incontrolable por su in-finitud? ¿No se está alejando del espíritu de Cristo precisamente en el momento y a causa de reivindicar su total posesión? ¿Y finalmente, no se arriesga a convertirse en secta, apartada de la historia, para favoreces el reingreso en su interior de la secta de los tradicionalistas?

      Artículo publicado en ROCCA, revista de la Pro Civitate Cristiana de Asís, el 15-7-2007, traducido para ATRIO por AD, a partir del texto reproducido en la página Ágape Marche de la AC en las Marcas (Italia).

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