Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

¿CAMBIAR DE IMAGEN O CAMBIARSE A SÍ MISMO?

07-Febrero-2006    José Mª Castillo

Mi amigo el “Cuervo ingenuo” contaba una fábula que decía así: “Un hombre público quiso cambiar de imagen para presentarse a unas elecciones municipales, pero se encontró con un asesor honesto que le dijo que la imagen que tenía era ya tan espantosa que era imposible cambiarla por otra y que lo mejor que podía hacer era no cambiar la imagen, sino cambiarse a sí mismo.
Como el asesor, además de honesto, era convincente, lo convenció y el hombre se cambió a sí mismo y, por suerte, hacia mejor y, como es natural, no volvió a presentarse a ningunas elecciones, sino que se puso a trabajar, y aprendió a vivir con el sueldo base y fue mucho más feliz y querido de la gente que si hubiese sido concejal votado por su imagen”.
Por supuesto, al copiar esta fábula de mi viejo amigo, no se me escapa que Mariano González Mangada, el “Cuervo ingenuo”, tenía su talante anarquista, en el sentido más limpio que se le puede dar a la anarquía, como búsqueda de utopías. Con el atractivo y la limitación que eso lleva consigo. Pero no es de esto de lo que quiero hablar aquí.
Lo que me ha llamado la atención, en esta fábula, es la importancia que, no sólo los hombres públicos, sino los demás también, todos (y yo, por supuesto), le damos a nuestra “imagen”. Me refiero, como es lógico, a la imagen que los demás tienen de cada uno de nosotros. Sin duda alguna, el común de los mortales le concede más importancia a la imagen que los demás tienen de él que a lo que él es en realidad. A mí, por lo menos, me pasa eso a diario. Y eso es lo que explica las “dobles vidas”, las hipocresías, la diferencia que hay entre conocer a uno tal como se porta en público y tal como es en realidad. De ahí, la represión y la censura que cada cual se impone a sí mismo en todo lo que afecta a la imagen que los demás tienen de él.
Nuestra imagen nos hace esclavos de ella. Porque ella es la que manda en nosotros, en lo que hacemos y en lo que dejamos de hacer. Y también en lo que decimos o dejamos de decir. Hasta el punto de que, con frecuencia, nuestra imagen pública nos vuelve mudos, nos hace callar ante cosas o situaciones que no se pueden seguir ocultando. Más aún, se conocen casos en los que hay personas o instituciones que, por asegurar su imagen pública, no dudan en atropellar los derechos de otros y hasta la inocencia de los más débiles. ¿Por qué, si no, ha habido diócesis católicas en EE. UU. que han pagado cantidades fabulosas de dinero para ocultar a curas pederastas y así no dañar la imagen de la Iglesia? Y algo peor todavía: lo más dañino que hace con nosotros nuestra maldita pasión por la propia imagen es volvernos indiferentes ante el dolor ajeno. Por eso vamos por la vida como el sacerdote y el levita de la parábola aquélla, los que pasaron de largo ante el moribundo que se desangraba en la cuneta del camino. Aquellos clérigos de entonces, como nosotros ahora, dejamos tirados a esas gentes que nos dan asco y repugnancia. Porque mezclarse con ellos dañaría nuestra propia imagen. ¿Qué dirán si me ven con éste o con ésta? Cuando lo que hay que preguntarse en realidad es esto: ¿qué eres cuando vas tan “limpio” y tan “digno” por la vida, cuando en realidad eres, como dice el Evangelio, un “sepulcro blanqueado”?

Esto nos pasa a todos. Pero ocurre que, a medida que una persona o una institución es más conocida o tiene una resonancia pública mayor, en esa misma medida tiene el peligro de obsesionarse más y más por su imagen. Hasta el extremo de anteponer mil veces la limpieza de la imagen a la autenticidad de la vida. Por eso hay “asesores de imagen” que cobran sueldos fabulosos, por indicarle al señor ministro o al director de la empresa cómo se tiene que vestir o lo que debe hacer en cada acto público, y hasta en cada momento del día. De donde resulta que, con demasiada frecuencia, los cargos públicos están ocupados, no por los más capaces, sino por los que tienen mejor imagen. Lo que inevitablemente se traduce en que muchas veces estamos gobernados, más por imágenes, que por personas competentes. Y así nos luce el pelo.
Pero no es esto lo peor. Lo más grave del asunto es que la obsesiva importancia, que ha cobrado la imagen, nos cuesta a todos un dineral. A todos los que andamos preocupados por nuestra imagen. No me refiero sólo a la casa, al coche, a la ropa que compramos, a la asombrosa industria de la cosmética y de la moda, a los sitios y personas que frecuentamos. Y también a la gente que jamás consideraríamos como amigos o a los rincones a los que nunca queremos ir. Y no sólo eso. Lo más feo, que ocultan las más espléndidas imágenes sociales, es la petulancia de unos y la humillación de otros. Es decir, la fractura humana y social que todo esto provoca. Exaltando a individuos indeseables porque tienen buena imagen. Y humillando a personas de la mejor calidad, porque no alcanzan a tener la debida presencia. Así, hemos hecho de esta vida una farsa insoportable. Hasta el punto de que, tantas y tantas veces, no somos nosotros mismos, sino lo que a cada cual le exige la imagen que los demás quieren que represente.
El hombre público de la fábula, cuando, en lugar de cambiar su imagen, se cambió a sí mismo, dejó de buscar el cargo que apetecía y se limitó a ser lo más simple y lo más grande que se puede ser en esta vida: una buena persona. De manera que así, y solamente así, fue feliz. Y seguramente así también, hizo felices a quienes no tuvieron que soportar por más tiempo aquella imagen insoportable.

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