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Manipulación de la colegialidad episcopal

17-Agosto-2007    Eduardo de la Serna
    Parece que hasta el mismo Cardenal Errázuriz ha reconocido que él y otros modificaron el documento de Aparecida. El sacerdote que descubrió y denunció la manipulación del documento reflexiona sobre los principios básicos de la Iglesia que diseñó, volviendo a las fuentes, el Vaticano II: la colegialidad y la corresponsabilidad.

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    Reflexiones sobre la manipulación de la colegialidad episcopal partiendo del Documento Episcopal de Aparecida y su posterior “censura”.

Ha comenzado a sonar fuerte el retoque de los textos aprobados en la Vª Asamblea Episcopal del CELAM producido “en algún momento y lugar”. Una primera apreciación sugería que las modificaciones habían sido producidas en el Vaticano; siendo las mismas tantas como fueron parecía un abuso de la autoridad papal y empezaron a alzarse voces reclamando la restitución del texto original, particularmente en las Comunidades Eclesiales de Base. Sin embargo, algo “sonaba mal” y empezaron a surgir sospechas primero, y certezas después, de que los cambios habían sido anteriores a la entrega del Documento por el CELAM al Papa. Todo invitaba a pensar que el Papa se había limitado a dar el “visto bueno” a la publicación de un texto que provenía de la colegialidad episcopal latinoamericana. Y esto, además, era algo totalmente coherente con lo que él afirmaba siendo teólogo:

    [ Todas las citas que siguen en cursiva pertenecen a J. Ratzinger, “Implicaciones pastorales de la doctrina de la colegialidad de los obispos”, Concilium 1 (1965) 34-64. Los números entre paréntesis corresponden a la/s página/s].

“Con esto venimos al segundo pilar de la doctrina de la colegialidad del ministerio episcopal. Constituía el primero -repetimos- el carácter “colegial” del primitivo ministerio de los Doce Apóstoles, que sólo juntos son lo que deben ser: anuncio del Israel de Dios escatológico. Aquí se podía ahora continuar sencillamente: el ministerio de los Apóstoles es colegial; los obispos son los sucesores de los Apóstoles, por tanto, se han de concebir también colegialmente, de manera que el colegio de los obispos viene a suceder al colegio de los Apóstoles, y lo mismo que cada uno de los Apóstoles tenía una función propia sólo en cuanto unido a los otros, que con él formaban la comunidad apostólica, así también cada obispo posee su ministerio sólo en cuanto pertenece al colegio que representa la continuación, tras la muerte de los Apóstoles, del colegio apostólico. En realidad, este razonamiento viene a ser un resumen esquemático de la doctrina de la colegialidad de los obispos. Pero por sí solo no podría bastar para sostener dicha doctrina, pues en las realidades decisivas de la Iglesia no se trata de razonamientos, sino de realidades históricas. Por eso, este razonamiento sólo será válido si a la vez explica el proceso histórico del desarrollo del ministerio eclesiástico en la antigua Iglesia, y este proceso es precisamente el segundo pilar del concepto de colegialidad” (38-39).

El rol del Obispo en la “colegialidad episcopal”, ciertamente puede entenderse, distorsionando una eclesiología bíblica y conciliar como la cabeza autoritaria de un vértice, la autoridad suprema. Muy diferente es entender el vértice como punto de unidad, de unificación. Esto implica y supone la comunión y colegialidad. Todo autoritarismo, ciertamente, la distorsiona o anula. La importante tensión dialógica entre “Iglesia” e “iglesias” está presente en esto.

“Para entender rectamente este estado de cosas es preciso no olvidar que con esta división tripartita del ministerio, que culmina en el obispo como en un vértice unificador, se describe la estructura de las Iglesias locales. Esto tiene importancia en un doble sentido. Por una parte hace ver que para la cristiandad primitiva el primer significado, y el que más veces ocupa el primer plano, de la palabra “Ecclesia” es el de Iglesia local. En otras palabras: la realidad Iglesia aparece ante todo y sobre todo en las distintas Iglesias locales que no son simples partes de un conjunto administrativo mayor, sino que cada una de ellas contiene toda la realidad “Iglesia”. Las Iglesias locales no son centros administrativos de un gran organismo, sino células vivas, en cada una de las cuales se halla presente todo el misterio vital del único cuerpo que es la Iglesia; y así cada una de ellas tiene derecho a llamarse sencillamente “Ecclesia”" (39-40).

Ciertamente, existo, existe y existirá la tentación del autoritarismo, y frente a esto, la actitud de comunión eclesial es el criterio fundamental para evitarlo, y para garantizar su verdad.

“Podíamos decir también: en la antigüedad cristiana, la unidad de la Iglesia está determinada por dos elementos, lo “católico” y lo “apostólico”, viendo lo apostólico en el principio episcopal y lo católico en la comunión de todas las Iglesias entre sí. Naturalmente se manifiesta así también la íntima relación entre ambos elementos, pues el obispo sólo es obispo porque se halla en comunión con los otros obispos; lo católico es inconcebible sin lo apostólico, y viceversa” (40-41).

Coherentemente pues, con esta idea, el Papa Benito XVI reconoce esta comunidad eclesial en el colegio episcopal reunido en la Vª Asamblea, y -precisamente como signo de esa unidad- la acompaña y alienta su propio “Magisterio”.

“Desgraciadamente hemos de renunciar a proseguir el desarrollo de estas consideraciones; en nuestro contexto es suficiente recordar que el primado del obispo de Roma, según su sentido originario, no se opone a la concepción colegial de la Iglesia, sino que es primado-comunión, tiene su lugar en la Iglesia que vive y se concibe como unidad de comunión. Significa, repetimos, la facultad y el derecho de decidir con carácter definitivo, dentro de la red de Iglesias en comunión, dónde se da testimonio auténtico de la palabra del Señor y dónde se encuentra, por tanto, la verdadera comunión. El primado, pues, supone la “communio ecclesiarum” y sólo a partir de ella puede ser rectamente entendido” (48).

“Por eso el nombre del obispo de Roma no viene a expresar simplemente el primado del Papa, sino la recapitulación en él de la comunidad de comunión; y al mismo tiempo representa la colegialidad de los obispos y la hermandad de las Iglesias” (58).

Ciertamente entonces, constituiría un abuso de autoridad que un obispo, o un muy pequeño grupo, rompa con dicha colegialidad, o se considere por encima de la misma… En un reportaje hecho para “El Catolicismo” de Bogotá, el Cardenal Errázuriz se felicitaba del clima de comunión y oración de la Vª Asamblea, y anotaba como fundamental la frecuencia de la oración en la misma. La invocación al Espíritu Santo ciertamente ocupa -como es lógico y necesario que así sea- un lugar importante en toda asamblea eclesial. Ciertamente es el Espíritu Santo, y no el colegio episcopal el principal protagonista y el que guía y anima la Iglesia. El “alma de la Iglesia” lo llamó Pablo VI (EN 75). Obviamente, toda modificación de lo que surgió de esta asamblea orante, habría significado una seria duda de la asistencia del Espíritu de Dios, o -peor aún- la creencia de que quien modificó los textos tiene una asistencia superior del Espíritu Santo (más grave aún no tratándose del Papa).

“Para la Iglesia, la verdadera renovación consiste sólo en eliminar la carga de elementos extraños que se acumularon en ella en determinados tiempos (y que siempre, sin que ella lo advierta, tenderán a adherírsele), para devolver su pureza a la imagen original. La simple contemporización, la simple “modernización” es siempre una renovación falsa que en un primer momento suscita cierto entusiasmo, pero que muy pronto se revela como una esperanza engañosa, pues en la competencia de modernizaciones nunca podrá conseguir la Iglesia el primer lugar. En el transcurso de la historia, esas modernizaciones, aunque bien intencionadas, muy pronto resultaron siempre trabas que encadenaron a la Iglesia a una época determinada y mermaron la eficacia de su mensaje.

“Por tanto, aunque la renovación de la Iglesia sólo puede venir del retorno a su origen, tal renovación es algo completamente distinto de restauración, glorificación romántica del pasado (que, a fin de cuentas, sería tan poco cristiana como la simple modernización). Y esto se debe, en última instancia, a que el Jesús histórico, en el que se apoya la Iglesia, es a la vez el Cristo que ha de venir, el que la Iglesia espera; a que Cristo no es simplemente un Cristo ayer, sino a la vez el Cristo hoy y siempre (cfr. Heb 13, 8) . Igual que la fe del Antiguo Testamento presenta una doble orientación temporal, hacia el pasado en que tuvo lugar el milagro del Mar Rojo, la liberación de Israel oprimido en Egipto -que fue el acontecimiento que lo hizo existir como pueblo de Dios-, y hacia el porvenir, en que con la aparición del Mesías se harían realidad las promesas de Dios a Abrahán, así también la existencia histórica de la Iglesia posee una orientación bipolar: hacia el acontecimiento del pasado del que ella nació, la muerte y resurrección del Señor, y hacia la realidad futura de su retorno en que cumplirá su promesa y transformará el mundo en un cielo nuevo y una tierra nueva” (63).

La Vª Asamblea pretendió revitalizar el impulso misionero y evangelizador de toda la Iglesia. El Papa, coherentemente con su opinión del pasado, se limitó a dar un “Imprimatur”, pero parece que fue estafado en su buena fe, y con él toda la Iglesia latinoamericana. Es posible que muchos, no anoticiados de todos los cambios y adulteraciones piensen que el texto emanado de la Vª Asamblea es aquel al que el Papa dio su “Visto Bueno”, y es importante alertarlos y alertarnos sobre dicha manipulación genética. No parece responder a una buena teología descuidar que toda la Iglesia subsiste en la comunión eclesial. El CELAM tenía autoridad para realizar determinadas correcciones: había errores (por ejemplo, se citaba a Juan Pablo II cuando en realidad se debía mencionar a Benito XVI), había citas sin mencionar, errores de expresión o gramaticales, o incluso incoherencias de estilo. Todo esto es ciertamente razonable y justo de modificar para presentar al Papa un documento “terminado”, pero no lo es una modificación del contenido porque un cardenal crea o interprete lo que le pareció entender. Ese abuso de autoridad rompe con la comunión eclesial manifestada en la Asamblea y votada en la misma.

Si tenemos en cuenta que en coherencia con su pasado teológico el Papa se limitó a reconocer el texto que le fue entregado, y conociendo el texto emanado en la Vª Asamblea, nos parece fundamental reconocer como Magisterio del Episcopado Latinoamericano, el texto de Aparecida (4ª redacción), y no el texto que el CELAM presentó al Papa. Sencillamente por comunión eclesial, la misma que rompen quienes manipulan los textos (sin hacerlo a la luz, por otra parte).

Pbro. Eduardo de la Serna

Quilmes - Argentina

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