Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

La persona, tensión dinámica hacia la Trascendencia

20-Octubre-2007    Juan Luis Herrero del Pozo
    “He creído un deber reconocer su dimensión moral a tantos jóvenes que hemos echado de la iglesia pero que apuestan su vida entera o en parte a favor de los semejantes, cercanos o lejanos, en mil organizaciones de proyección social o política”. Creemos que a la luz de este párrafo del texto hay que leer todo este artículo que, una vez más, ATRIO agradece al autor.

La siguiente explicación pretende aclarar algunos conceptos de los vertidos en el post “Dos fincas, dos llaves” del 11 oct. 2007 en Atrio. De paso el presente texto podría servir para ensanchar tal vez la perspectiva de este portal como “encuentro entre lo profano y lo sagrado”.

Si no me equivoco el proyecto apuntaba a tomar en serio el proceso irreversible de la llamada secularización abordando la relación entre lo laico o profano y lo religioso. ¿No sería más sugerente ampliar el cometido a las varias formas posibles de abordar lo religioso desde posturas creyentes y no creyentes? Ya sé que no nos basta que dispongamos en el portal de nuestro “ateo particular”, contrapunto útil a las diferencias teológicas entre creyentes y que Atrio está totalmente abierto. Sin embargo no sé si son muchos los agnósticos o ateos que se sienten cómodos aquí, salvo alguna valiente excepción. Qué paciencia demuestra quien traga ciertas avalanchas de conceptos y teorías clásicas, apenas buenas para consumo interno. Porque día que pasa día que interesan menos a personas que se hayan reciclado.

Así, pues, a raíz de lo que se va ventilando en Atrio quiero ahondar un esquema más antropológico que teológico de la construcción humano-religiosa en busca de su plenificación. Terreno más afín a la comprensión agnóstica.

No me extenderé todo lo debido, aún a riesgo de que la concentración del pensamiento y la concisión expresiva restrinjan el interés de algunos. Me basta que se perciba algo sugerente en la aridez del texto.

Consideraré casi en esqueleto cómo se puede ir construyendo la persona en búsqueda de alguna trascendencia.

1. La persona no es realidad estática, se va haciendo.

En cada una de sus fases biográficas existe realidad de persona pero la persona sólo es realidad plena al término del proceso. Nada más pronunciada tal afirmación surge la pregunta: ¿existe alguna culminación, un punto final del proceso o se trata de algo nunca acabado plenamente? Ya veremos.

2. La persona, realidad creada, limitada pero libre.

En tanto que realidad creada, la persona es finita, es decir, limitada, imperfecta y precaria. Su limitación habrá de establecerse principalmente dentro de las coordenadas de

    1) temporalidad dinámica que
    2) mediante su conciencia y libertad deviene lo que quiere ser su devenir.

Un individuo concreto percibe que se va construyendo en todos los ámbitos para lo que necesita tiempo dilatado (salvo casos de posible aceleración en una muerte súbita). Nada está garantizado y es consciente de su responsabilidad (imperativo ético) atendida o soslayada a lo largo de una cadencia de vaivenes en los que se va definiendo.

Es en este devenir ético donde el ser humano descubre especialmente su condición precaria (el moderno ‘pecado original’):

    a) no existe equilibrio garantizado entre instinto y razón y
    b) esta inestabilidad repercute en su libertad, en la decisión moral y
    c) hace inevitable alguna infracción ( ‘quod defficiens est necesarium est ut quandoque defficiat’- lo que puede fallar alguna vez falla). Es su condición precaria como defectibilidad.

En el preciso instante en que la persona descubre el imperativo moral percibe la propia libertad como capacidad de aceptación o de rechazo. Nada está escrito. El ser libre se siente responsable de su devenir. Y. obviamente, dotado de los mecanismos de lucha y recuperación. Sería una trampa del Creador –dado como supuesto– si la conciencia natural pudiera fallar pero no subsanar el fallo (‘salvarse’). Es tan ‘naturalmente’ posible un SI después de un NO, como a la inversa. Un sano sentido crítico no descubre cesura alguna en el proceso que precise desde una correcta antropología (psicología en este caso) alguna intervención especial de Dios que no se identifique esencialmente con el mero y natural don de la ‘creación continua’. No existe punto de apoyo racional para ello.

Sin embargo sí se pretende que sea necesaria esa intervención especial desde un prejuicio dogmático (un ‘a priori’). Pues bien, en nuestro caso este prejuicio es doble y, superado el primero, los tradicionales se aferran al segundo:

  • a) Hubo un corte existencial en el proceso de humanización (el ‘pecado original’) por el que se produjera la eventualidad de algún ‘paraíso perdido’ o, en términos teológicos, la pérdida de un estatuto ‘sobrenatural’ (indebido al ser natural). Esta simple pérdida de lo sobrenatural no nos relega al infierno (por eso la invención del limbo) pero ya no es recuperable por las fuerzas naturales sino por una nueva y gratuita benevolencia divina, la “redención”.
    Hoy se ha superado esa cesura del ‘pecado original’ como corte en la historia de la creación sólo superable ónticamente (no es un problema temporal) por la llamada “nueva creación”. PERO….¿qué hacemos en ese caso de Cristo?
  • b) Jesús nos aparece en los evangelios como un gran Profeta, el mayor de todos, con rasgos extraordinarios y casi divinos (¿qué se entendía entonces por ‘Dios’ o por ‘divino’). Ni él se entendió como Dios propiamente tal, como Yahvé, ni sus primeros compañeros rudos e incultos pero judíos ortodoxos pudieron concebir tal blasfemia. Pero es innegable un proceso cultural de ‘divinización’ progresiva de Jesús que culminó, aunque no sin graves debates, en la cristología de los concilios de los cuatro primeros siglos. No voy a tratar hoy de la validez de sentido de la expresión ‘Hijo de Dios’ (no Dios-Hijo). Pero en lo esencial mi opción es clara: la fe cristiana –críticamente rastreada en los avatares históricos– no impone inevitablemente que Jesús sea hijo de Dios en un sentido sustancialmente diferente al de nuestra ‘filiación adoptiva’. No por ello es cosa secundaria el grado de UNION con Dios que alcanzó Jesús y su repercusión histórica. Pese a todo limitada: miles de millones de seres humanos han podido salvar su vida sin el conocimiento de Jesús de Nazaret. Después de él desconocemos su influjo real en todos los seres humanos (enigma de la influencia intersubjetiva de las personas) pero no es el Salvador necesario en sentido estricto
  • 3. La ‘salvación’ para todos desde el imperativo moral.

    Descartada la cesura del pecado original y la necesidad de ‘encarnarse’ Dios en Jesús para asumir una supuesta función salvadora de la precariedad humana moral sin capacidad de autosalvación, retomo el punto anterior.

    Prefiero mantenerme, en la situación moral prevalente en el occidente descristianizado. En especial las generaciones jóvenes más que ateas o agnósticas parecen a-religiosas. Perdieron sus raíces cristianas como inservibles, en buena medida, por incapacidad de las iglesias de ofrecer un ideal inteligible y seductor.
    Nos habíamos quedado en que la conciencia sitúa a cualquier persona, de modo consciente o inconsciente, ante el imperativo moral como norma insoslayable de conducta. Cualquiera de nuestros jóvenes entiende que es preciso obrar el bien y evitar el mal (con concreciones muy variadas según culturas y coyunturas). El creyente de espíritu crítico, con alguna formación del pensamiento discursivo, preocupado por ayudar a otros, ha tenido encuentros en los que, supuestos ciertos previos, ha surgido el interrogante sobre el valor del ‘imperativo ético’. (Sintetizo el hilo discursivo). ‘Imperativo’ indica una norma que no nos fabricamos a voluntad: lo bueno y lo malo en su formulación más general se nos impone por sí mismo. Y su aceptación da lugar a ciertos patrones de honestidad. Honestidad que, pese a los avatares de la vida, se percibe como ideal a perseguir, constructor y dinamizador, al mismo tiempo, de lo mejor de la propia biografía. Es el dinamismo ético del devenir de la persona. Ser honesto es, en una actitud sana, el imperativo ético en cualquier vida religiosa o a-religiosa.

    Demos un paso adelante. ¿De dónde nace tal imperativo de honestidad?
    Por una parte se percibe que surge de lo profundo de la propia conciencia, es decir, es inmanente, no viene impuesto desde fuera ni convencionalmente como una norma de tráfico. Aunque en todas las culturas existan variadas modalidades concretas ni la conciencia ni la cultura construyen la alternativa teórica básica del bien y del mal.

    La reflexión filosófica ha advertido que en cada bien concreto, diríamos categorial, a perseguir late una atracción general del bien que trasciende tanto a mi libre opción volitiva como a este bien concreto que me solicita de modo imperativo. Un creyente con espíritu crítico va a interpretar –sin que se le imponga apodícticamente– tal atracción general de lo bueno como tal como una real, razonable y plausible invitación óntica a alguna trascendencia. En efecto, la prosecución de lo honesto con carácter imperativo –irreductible a la mera subjetividad– quedaría sin razón de ser o sin sentido suficiente sin alguna trascendencia. Y así al pensador creyente le resulta especialmente inteligible y dador de sentido el hecho de aceptar que en el ‘orden ético o moral’ subyace el Absoluto que llamamos Dios, sin más especificaciones de tal o cual atributo. Y así entiende que toda persona honesta está, simplemente por ser honesta, en camino hacia Dios.

    Dado que, como he señalado, no operamos con una evidencia estricta, más de un interlocutor, joven o adulto, se negará a seguirnos en el discurso, no, sin embargo –lo digo por experiencia–, sin que quede sembrado en muchos casos un germen de reflexión.

    Pero lo dicho no es lo más importante. Quien está habituado a la distinción entre lo conceptual y lo vital entiende perfectamente que la afirmación más decisiva y fundante no es la que se vierte en nociones o conceptos pensados sino la que se traduce en gesto simbólico y en acción vivida (que corresponde a aquello del evangelio “no el que dice Señor, Señor, sino…). Nos definimos incomparablemente más en el vivir que en el pensar que además no coinciden con cierta frecuencia. De esta guisa el pensador creyente está convencido de que la vida honesta encierra la afirmación vital de Dios aunque se niegue el concepto. Y…aquí nos topamos con una ‘salvación’ al alcance de TODOS en el nivel de la conciencia (universal) como realidad creada natural. No es, pues, necesario el recurso a ningún orden sobrenatural, a ninguna “nueva creación”, comprendidos como dependientes de alguna nueva intervención salvadora especial por parte del creador. Así se comprendería que si se entiende correctamente (sin antropomorfismos ni sobrenaturalismos) la relación Dios/criatura, quede expedito el camino de una salvación universal, de creyentes y no creyentes, a través de lo más básico, esencial y definitivo, la honestidad de vida.

    Una observación: no será la única vez que aparecerá el binomio trascendente/inmanente, éste segundo como reflejo en la conciencia humana del primero.

    4. El imperativo moral “samaritano”.

    La vivisección abstracta propia del pensamiento discursivo impone que no se puede decir todo a la vez. He hablado del orden moral en una consideración parcial, la de la honestidad de vida de cualquiera aunque trascurriese su vida en la soledad de una isla desierta en la que la vida moral quedase limitada a la gestión del trabajo de supervivencia, del ocio o de la propia interioridad.

    Afortunadamente no es el caso común. Todos vivimos en sociedad. Es más, la persona sólo se construye en la inter-subjetividad: “no es bueno que el ‘adán’ (el ser humano) esté solo”. Así el punto más fuerte donde se dilucida la moralidad es aquel donde se construye la persona. Nuclearmente somos buenos o malos en función de nuestra relación con los demás. Es un dato más del que hemos venido en llamar el orden de la creación natural. Es de sentido común y, por ello, constituye en sus diferentes versiones la “regla de oro” de todas las religiones y culturas, la convivencia respetuosa, justa y amorosa: extiende a todos lo mejor que desees para ti mismo.

    La conflictiva relación entre instinto y razón reaparece aquí y ello con una especial tensión, la más radical, la que existe entre el EGO y el ALTER, entre egocentrismo y altruismo. Pienso que también aquí reaparece el recurso casi necesario a lo trascendente. En efecto, ¿qué puede conducirme a superar el solipsismo al que un egocentrismo exacerbado podría llevarme, dado por conocido que el solipsismo –o la soledad integral– sería el naufragio de la persona? Me ahorro aquí los desarrollos de “Religión sin magia” sobre este tema para apuntar simplemente la conclusión: cuando yo supero la llamada insistente del Ego y me abro al hermano, al prójimo, al Alter (el otro) es porque en esta llamada, análoga pero más consistente que en cualquier llamada de un bien concreto (tal como hemos visto), en esta llamada del ‘otro’ se esconde y resuena vitalmente la llamada del OTRO, el que nos trasciende a ambos, nos da sentido y nos une a ambos: es la fuerza unitiva y trascendente del AMOR. De nuevo en el devenir de la construcción de la persona anida la trascendencia de Dios. Sin más añadidos, la naturaleza salida de las manos de Dios se basta a sí misma porque en su inmanencia reside el Trascendente. No hay ni lugar ni necesidad para ninguna intervención especial de lo alto. Con lo cual no estoy negando que las vivencias y experiencias interiores de los demás seres humanos no formen parte de ese tejido de la persona en construcción. Y ahí se inscribe -¡pero de qué manera!- uno de los personajes de la historia (¿quién tiene la medida para comparar a unos y otros?) que más la ha marcado como imagen y semejanza de Dios, el entrañable Profeta de Nazaret. Y no me aventuro en esa apasionante zona desconocida de lo creado que es la interrelación e influjo profundos de unas personas sobre otras… (llámesele comunicación cuántica entre partículas distantes… ¡o ‘cuerpo místico’! - que prefiero escribir con minúscula porque por debajo de Dios todo se escribe con minúscula).

    He creído un deber reconocer su dimensión moral a tantos jóvenes que hemos echado de la iglesia pero que apuestan su vida entera o en parte a favor de los semejantes, cercanos o lejanos, en mil organizaciones de proyección social o política. No me cabe duda de que el Trascendente-inmanente los reconocerá como al buen samaritano.

    5. Creados para la Felicidad y la Plenitud.

    Conforme van trascurriendo los años, antes o después, (o tal vez en la muerte que es el momento supremo de la vida) muchas personas viven un cierto desencanto de lo caduco. Quien vive atento a los más cercanos lo comprueba con frecuencia. Tal desencanto puede cerrarse sobre sí mismo o abrirse a más extensos horizontes. Cada uno, creo, lo vive en algún momento. Estoy convencido de que en algún íntimo reducto, aunque fuere en el último umbral de la carrera vital, nadie es pillado a traición, sin posibilidad de una postrera decisión de autodefinición consciente. Lo pienso como creyente y, por lo menos tanto o más, como humanista.

    Me estoy refiriendo al hecho de que con harta frecuencia vivimos en la que llamo ‘distracción existencial’. Todos corremos tras la felicidad, o, cuando menos, tras situaciones y cosas que nos la proporcionan en algún grado. Una tras otra todas se nos van quedando cortas. No por ello vamos a renunciar a parcelas de bienestar o de felicidad y, con todo derecho, proseguimos la carrera intentando siempre algo más o algo mejor. Pero es propio de gente sensata reconocer los límites y no extenuarse tras lo imposible.

    ¿Imposible? ¿Cuál es su frontera? Muchos –no sé cuántos ni en qué términos o medida– comienzan a sospechar que, pese a todas las cautelas del sano realismo, el corazón humano es estrictamente insaciable. Es éste un concepto de delicada gestión -al borde entre la utopía y el realismo– y que presenta rasgos de desigual intensidad según cada persona. Pero en mi ya larga vida son muchos los que me he topado que reconocen el carácter en principio insaciable del deseo de felicidad. Pues bien, con todas las matizaciones precisas originadas por un sano estoicismo, muchos insisten en preguntarse: ¿Es infundada tal insaciabilidad del deseo más profundamente humano? ¿no será una trampa de la naturaleza? O, al contrario, ¿no carecería de sentido una sed sin agua? Todos sabemos que no podemos responder apodícticamente como para que resulte imposible apostar por el no-sentido. Grandes pensadores lo han hecho. Sin embargo, me parece más plausible y más generalizada la apuesta contraria, la apuesta por el sentido. Deseamos la felicidad porque es posible.
    No es preciso tener la fe de un Agustín de Hipona para reconocer “Hiciste, Señor, nuestro corazón para ti y sólo alcanza reposo en ti”. Para muchos la insaciabilidad es la obertura a la sinfonía de la felicidad total. Y no sin fundamento.

    En un ser inteligente, cuanto más progresa y se afina la inteligencia mas retroceden las fronteras del conocimiento y, consiguientemente, del deseo. Existen limitaciones del lado de lo fisiológico pero la misma inteligencia entiende que la mente, si pudiera nunca toleraría la limitación de por sí y por principio. Ve con realismo que la condición humana se topa con ella y la sufre pero no entiende porqué habría de ser inasequible la utopía. ¿Por qué lo bello y lo amoroso habrían de tener límites? A mi entender, la estricta razón no alcanza ninguna evidencia. Creo, sin embargo, que la experiencia espiritual honda no es quimérica cuando postula la existencia de lo Bello y del Amor sin limitación. La insaciabilidad del deseo existencial menos distraído y más profundo postula lo Infinito Trascendente. Apuesta por apuesta me quedo con la consideración mística de Agustín. Me resulta menos plausible una sed sin la existencia del agua o una ‘pasión inútil’.

    De lo que no me cabe duda es de que tal apuesta es vitalmente movilizadora y actúa como uno de los impulsos más fecundos para la construcción de la persona.

    Como es fácil de observar la validez de esta hipótesis es solidaria de la apuntada al hablar del imperativo moral: lo bueno y lo bello en su inagotabilidad se identifican como atracción universal y fundamentan existencialmente la apertura a lo Absoluto.

    6. Creados para la Plenitud.

    Es el momento de perfilar cómo entendemos la construcción del ser humano dentro de las posibilidades del espíritu crítico o, si se prefiere, cuánto puede ‘dar de sí’ el ser humano en su condición estrictamente natural de naturaleza creada (sin aporte revelatorio ni sobrenatural alguno) en tensión hacia su plenificación.
    No hay mucho que añadir a lo ya dicho. Sólo aterrizar en formulaciones de tipo antropológico religioso que se mantengan asequibles a la razón crítica.

    Como creyente parto del supuesto de Dios como Dador de sentido ultimo y cabal de cuanto existe, especialmente los seres inteligentes, y su Finalidad última. Y no tengo que insistir en que, en términos filosóficos, Dios es Fundante óntico de cualquier realidad: física, mental, actos éticos positivos, arrepentimiento de los negativos, apuesta por la transcendencia, maduración espiritual… es decir, de todo. Una formulación menos filosófica de Dios como Fundante óptico podría ser el “interior intimo meo”, la realidad más profunda de mi propio ser.

    Ello siempre supuesto, pregunto ¿está Dios a nuestro alcance como Don de máxima plenificación del ser inteligente? O ¿es tal vez inalcanzable para las meras posibilidades naturales y sólo asequible mediante alguna intervención sobrenatural ontológicamente (no temporalmente, pues) distinta de la que llamamos creación permanente?

    La teología tradicional lleva siglos habiendo optado por el ámbito de lo sobrenatural con la clásica distinción de Naturaleza y Gracia, esta segunda conduciendo a la primera más allá de sus límites propios. Esta distinción, lo he explicado en múltiples textos, responde exclusivamente a la ontologización del llamado ‘pecado original’ así como de la Redención de éste mediante la ontologización de la metáfora Jesús Hijo de Dios (para acabar siendo Dios-Hijo). Si cae esta doble ontologización se desmorona el entero edificio dogmático (que, sin embargo, como símbolo y mito debe cumplir una función). Huyo como de la peste y del engaño de cualquier ambigüedad que mantenga secuestrado a Jesús. Desmontada así la dogmática entera queda por redescubrir “el seguimiento”. El verdadero ‘cristianismo’ es un ‘jesuanismo’.

    Esto dicho para que no quede equívoco alguno, vuelvo a la pregunta ¿es Dios asequible por las capacidades naturales de que Dios nos ha dotado y cuya entraña Él mismo habita’.

    No me interesa ahora si estamos en el mejor de los mundos o si Dios podía haber creado otro mejor; incluso si sería inteligible uno determinado mayor que el cual ninguno otro sería posible. Es un problema metafísico probablemente insoluble, incluso tal vez carente de sentido.

    Ahora bien, respecto al mundo y a la humanidad en que vivimos me atrevo a afirmar no sólo que estamos llamados a la Plenitud de Dios (unión, ‘visión beatífica’ o cualquier otra formulación del llamado Fin sobrenatural de la teología clásica), sino que no es concebible un plano natural (la Naturaleza) y otro sobrenatural (la Gracia).

    Nuestra naturaleza está dotada de cuantos medios son necesarios para alcanzar la Plenitud de Dios. Está llamada a la transcendencia y salvo que se entienda como metáfora y símbolo de la ‘conversión’ no hay lugar para ninguna ‘segunda creación’. Y la consecución de esta Plenitud humana se entiende lo suficiente dentro de esa construcción de la persona mediante la vida honesta arriba apuntada (en especial la radicalidad samaritana, mística y política a la vez). Opino que éste es el terreno de mínimos (que en realidad es de máximos) propio del gran ecumenismo, como encuentro de todas las religiones y de diálogo con todas las personas honestas

    ****************

    Y concluyo con un apunte secundario. Dios no es omnipotente en el sentido de hacedor de lo imposible. Pues bien sería imposible por contradictoria la creación de un ser inteligente que al ser realidad abierta a la totalidad no estuviera llamado a la Plenitud de Dios y no estuviera dotado de los medios para alcanzarla mediante la honestidad de vida. El denominado ‘orden natural’ (finalidad y medios ‘naturales’) de la teología tradicional, aparte de que es detectable en la historia de los dogmas y de la iglesia como un montaje para justificar el binomio Pecado/Salvación con todo su cortejo de verdades reveladas, es pensar que habría podido existir una felicidad estrictamente endógena, un ser inteligente que lejos de estar abierto al Infinito sería un deseo cerrado sobre sí mismo: poder conocer racionalmente a Dios sin nunca alcanzarlo. Los teólogos saben que no fabulo: ése era exactamente el contenido del famoso limbo reservado para los niños muertos sin bautizar que por ello no podían alcanzar el fin sobrenatural (el cielo).

    Logroño 19 octubre 2007

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